sábado, 7 de febrero de 2015

Un dia cualquiera



        San Marcos nos relata hoy en el evangelio una típica jornada en la vida de Jesús.  Es un día como otro cualquiera, uno más de aquellos tres años en los que Jesús nos dejó la herencia de su mensaje y su persona.    Pero precisamente por ser un día cualquiera tiene para nosotros un gran significado.  Porque es en el día a día donde se va forjando nuestra personalidad, es en los días normales, muchas veces anodinos, donde vamos calibrando nuestra fidelidad, nuestra constancia en los valores, nuestra esperanza y nuestra lucha por un mundo mejor. 

          La jornada de Jesús comienza como siempre, muy de madrugada se retira a orar,  es el momento de poner ante el Padre todos sus proyectos e ilusiones, es el momento de pedir su ayuda.   Luego, con sus discípulos, se echa a los caminos de Galilea, a anunciar la buena nueva, esto es, que tenemos un Padre Dios bueno que nos ama, que nos cuida y que todos somos hermanos.   Y en medio de la jornada llega la hora de comer.   Hoy se encuentran en Cafarnaúm, en el pueblo de Simón Pedro.  La suegra de Pedro les ha prometido darles de comer, pero se encuentra enferma.   Jesús inmediatamente se dirige a su casa a verla, la toma de la mano, la consuela, la cura.  La enferma se levanta y se pone a servirles.  Luego llega la tarde, acuden los vecinos con sus familiares enfermos, Jesús les anuncia que el Reino de Dios está cerca y como signo de esa cercanía cura las enfermedades de todos.   Finalmente, llega el descanso, pero todavía Jesús busca un rato de soledad para encontrarse con su Padre, para darle gracias por todos los acontecimientos del día, para renovar su confianza en El.

          Un día cualquiera, un día más, un día santo con el que Dios realizaba la salvación en Jesús. 

          Pero miremos ahora nuestros días, estos días que pasan tan deprisa, entre el trabajo, el cuidado de la casa, la atención a los niños o a los familiares.  Los días que pasan casi sin enterarnos, pero con los que Dios está tejiendo el camino de nuestra santidad.  Un día cualquiera, una oportunidad más para realizarnos como personas.  Un día más para la eternidad.  Un día que podemos, como Jesús, comenzar al levantarnos por elevar nuestro pensamiento y nuestro ser hacia Dios,  para dejar en sus manos todo aquello que no podemos solucionar con nuestro esfuerzo, para pedir su fuerza y su ayuda para intentar solucionar aquello que está en nuestras manos.   Y luego el trabajo, la casa, la escuela, la fábrica y el campo, los compañeros, los vecinos, la compra, el cuidado de los niños o de los padres ancianos, la visita a la amiga enferma...todos son lugares para que, como Jesús, anunciemos con nuestro testimonio en lo que creemos.  No hacen falta grandes discursos, ni grandes milagros; basta con poner ilusión en el trabajo a pesar de las dificultades que encontramos, cariño para preparar la casa y la comida de la familia, respeto por los compañeros en el trabajo y por los vecinos, esfuerzo por aprender en la escuela o en el instituto, solicitud en ayudar al enfermo, acogida con los forasteros, interés por los problemas de la sociedad, austeridad en nuestros gastos para mejor compartir con los que nada tienen.   Y por la noche, un rato de soledad y silencio para dar gracias a Dios por todo.   Esta es la vida de cada día, un día más para todos nosotros, pero también un día más con el que tejemos nuestra felicidad eterna.  Tenemos que descubrir en lo cotidiano esa presencia invisible pero cercana de Dios que nos salva y nos cura, que nos impulsa a dar lo mejor de nosotros mismos.  Y vivir con confianza, confianza en que pase lo que pase, traiga la vida lo que traiga, El está con nosotros porque somos sus hijos.

          Que salgamos de la misa con ilusión renovada por vivir, por vivir cada día con toda la ilusión del que sabe que está realizando el mejor proyecto: ser santo.

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