Estamos finalizando el año litúrgico, estamos en el mes de noviembre en el que recordamos a nuestros muertos, estamos en otoño y la naturaleza comienza a replegarse sobre misma, preparándose para morir al invierno. Todo nos ayuda estos días a considerar y a reflexionar sobre el futuro que nos espera. La liturgia nos habla hoy de la resurrección. Desde aquellos días de primavera, en abril, en que celebrábamos con júbilo la resurrección de Jesús, hemos asistido al nacimiento de la Iglesia en Pentecostés, hemos celebrado a la multitud de santos y santas que nos han precedido en la fe en la resurrección, y hoy intentamos despertar en nosotros esa esperanza en la resurrección que desde hace dos mil años recorre la historia. En cierto sentido estamos como al principio, porque ¿qué nos ha congregado aquí? No podemos olvidar que la Iglesia comenzó cuando unos discípulos de Jesús que atemorizados se reunían a recordar su muerte, tuvieron la experiencia radical de ver que su Maestro estaba vivo. Aquella experiencia fué tan impresionante que les hizo vencer el miedo y en pocos años la noticia recorrió todo el imperio romano, y en apenas trescientos años, todo el mundo conocido proclamaba la resurrección de Cristo. Aquella experiencia es la que hizo que hasta aquí y hoy después de dos mil años sigamos contando y recordando aquel hecho único y extraordinario en la historia de la humanidad. Por eso digo que estamos como al principio porque debemos reconocer que hoy como hace dos mil años nos ha congregado la memoria de la Resurrección de Jesús. Pero aún hay otra pregunta. ¿Qué tiene que ver la resurrección de Jesús conmigo?. La resurrección de Jesús no es algo que le sucedió a El sólo, porque aquel acontecimiento significa ni más ni menos que Dios está de parte del hombre, que Dios es el dueño de la vida y de la muerte y que Dios es Dios de vivos y no de muertos. Dios ama tanto a la humanidad, Dios ama tanto al ser humano que le quiere dar la vida que sólo el posee. Así, aquello que constituyó el pecado de nuestros primeros padres, el querer ser como dioses, al final se nos va a dar. Porque el pecado no está en querer ser como dios, sino en querer serlo sin contar con El. Y ese es el pecado siempre presente en nosotros, el querer ser más felices, más ricos, más poderosos, más importantes a costa de los demás y sin contar con Dios. ¡Qué paradoja! Al final sí, conseguiremos ser como dioses pero contando con Dios. Porque después de todo ¿alguien concibe que se puede ser feliz sin contar con Dios y con los demás?. Y si nuestro futuro va a estar lleno de la presencia de Dios y de los hermanos ¿porqué no llenamos ya nuestra vida de esas presencias hechas de solidaridad, ayuda, comprensión y servicio al otro?.
Y al final, como al principio, todo es amor, como Dios mismo. Estamos aquí por el amor de Dios y por el amor de nuestros padres. Y estaremos allá también por el amor de Dios y por el amor que nosotros hayamos dado.
sacerdote navarro en medio rural, deseoso de compartir la fe, experiencias y vida