martes, 2 de junio de 2020

Paseo junto al Ebro

En la espera de Pentecostés: La madre cuenta su historia a los discípulos


Hay tantas cosas que todavía no comprendo…

No sé qué día de la semana era, hace tantos años ya, pero sí recuerdo que paseando una tarde entre los olivos, iba yo meditando lo que el rabino nos había dicho el sábado en la sinagoga sobre el Mesías. La gente estaba muy triste y enfadada. Los recaudadores de impuestos habían pasado hace poco por el pueblo y nos habían dejado aún más pobres de lo que ya éramos. Oía a mis padres por las noches, cuando yo estaba en la cama, quejarse amargamente, y discutiendo cómo sacarían la familia adelante. En las calles los vecinos se juntaban en corrillos y con hosco semblante, cuchicheaban sobre sus desgracias. Encontrábamos consuelo en las escrituras que escuchábamos y en ese Mesías prometido por el Dios de nuestros padres. Con él vendría la prosperidad y la grandeza de nuestro pueblo maltratado por siglos de dependencia y opresión extranjera. Lo esperábamos ansiosamente, y nos preguntábamos cuándo Dios cumpliría su promesa.

Iba yo pensando en todo esto. Gozando de la fresca brisa del atardecer. La primavera salpicaba con florecillas de todos los colores aquellas tierras tan secas y abruptas, olía a tomillo...
Y no sé cómo fué, todavía al cabo de muchos años me lo pregunto. Pero algo o alguien tocó mi corazón, lo sentí, como sentía aquella brisa en mis mejillas que de repente empezaron a calentarse, y luego como un susurro en mi cabeza de alguien que pronunciaba insistentemente mi nombre. Me volví a ver si veía a alguien, quizá alguna amiga me quería gastar una broma. Pero no había nadie. Sólo el silencio. Y el ruido de mi corazón que lo sentía latir con fuerza, y como un volcán de ternura que crecía y crecía y que me inundaba. Como ríos de lava ardiente que corrían por mis venas. Sentía como que me ahogaba. Aunque no me faltaba la respiración. Y yo pensé: “Dios mío, ¿qué me está pasando? ¿Habré tomado alguna hierba que me ha sentado mal?”

Pero la sensación era cada vez más fuerte, sentía las pulsaciones en mis sienes. Me recosté en el suelo por-que creía que el corazón se me iba a salir del pecho. Y allí me quedé, con los ojos fijos en el azul del cielo, hasta que, no sé cuanto tiempo pasó, aquel cielo se volvió naranja y supe que el sol estaba ya cayendo tras las montañas.

Volví a casa, sin comprender lo que había pasado. A nadie se lo conté, pero sin embargo aquella ternura en mi corazón crecía y crecía y como que me impulsaba a darme toda y a todos. Casi como enajenada de mi misma. Recordé que había oído a mi madre que Isabel mi prima estaba embarazada y me prometí que me iría pronto a verla para cuidar de ella.

Y sin darme cuenta llegó el embarazo, inexplicable, con grandes complicaciones para mi vida, y sin embargo, nada me turbó, ni el asombro de mis padres ni el enfado de José, mi prometido, sólo quería bajar la mi-rada y aceptar lo que viniese, pero no como un acto de heroísmo, sino como si comprendiese como nunca lo había hecho, que mi vida estaba en manos del Dios de mis padres. Y sólo me embargaba una paz extraordinaria. Y empecé a pensar si aquella tarde de hacía unos meses en el olivar no había dado origen a todo esto. Y que si esto venía de Dios, era El al que correspondía dar explicaciones. Hay tantas cosas que sigo sin comprender…

Luego vino el hijo, en medio de tanta pobreza, José y yo sólo pudimos darle los cuidados de nuestro amor, un amor hecho de abrazos y vigilias junto a él. Porque él, lo sentíamos así, era un regalo que se nos había dado de lo Alto. Había tantas cosas que no acertaba a comprender…

Y luego los largos años de Nazaret, el hijo creciendo y nosotros dos envejeciendo. La muerte de José fue un duro golpe para mí, del que no me he recuperado nunca. Y el hijo que a veces parecía tan ausente pensan-do en sus cosas. Bueno, tampoco es que hablase mucho, de hecho podíamos pasarnos días sin hablar, por-que bastaban nuestras miradas para sentir ese amor que no se había apagado desde aquella tarde en el cam-po de los olivos. Años de trabajo sin descanso, de compartir con la familia y los vecinos los problemas de cada día. Y la esperanza en el Mesías que nos mantenía a todos firmes en las desgracias.

Pero llegó un día en el que el hijo se despidió. Yo ya venía notando desde hacía tiempo que él miraba más allá de mi figura, más allá de los muros viejos de la casa. A menudo se iba al campo y volvía de madrugada. Yo le preguntaba qué es lo que hacía por ahí, pero él sólo me respondía con una sonrisa y una frase: “madre, todo está bien”. Y yo me quedaba así, con curiosidad pero en paz. Había tantas cosas que quería saber, había tantas cosas que quería preguntarle, pero él siempre con su “madre, todo irá bien”…

Hubiera querido ir con él, pero él me quitó esa idea con delicadeza, explicándome que tenía que descubrir en su vida lo que Dios quería para él. No le dije nada más, bien sabía yo que cuando Dios se deja sentir en el corazón, nada ni nadie puede callarle.

¿Fueron tres años los que estuvo por ahí dando tumbos? De vez en cuando me llegaban noticias de él, de que hablaba con palabras de sabiduría, de que curaba a muchos enfermos, de que le seguía mucha gente… y en mi corazón surgía como la certeza de que aquel hijo podía ser el Mesías esperado. Pero yo acallaba esa idea, que a veces me parecía que provenía de los deseos de una madre solitaria.

Luego vinieron las malas noticias. Algunos familiares vinieron a prevenirme. Que si el hijo se estaba me-tiendo en problemas. Que si criticaba a la gente principal, que si a los fariseos su hipocresía y su falsa reli-giosidad, que si se estaba ganando la hostilidad de los dirigentes… En cierta ocasión me llevaron casi a la fuerza a encontrarme con el hijo para pedirle que volviera a casa, que estaba poniendo en peligro a la fami-lia. Loco le llamaron. Pero él nos despidió con una frase que me dejó helada, y sorprendidos a todos los presentes: “¿quién es mi madre y mis hermanos? Los que cumplen la voluntad de Dios” . Me volví a Na-zaret con cierta desazón en el corazón, más por los comentarios que me hacían los familiares, que por las palabras de mi hijo. Pues bien sabía yo que en sus palabras no había desprecio hacia mi, bien al contrario, adiviné que sus palabras encerraban para mi un piropo más bonito que el de madre, una enseñanza que de-cía que había un lazo entre él y yo, más importante que la sangre: el Amor que como una fuente inagotable corría por mis venas y por las suyas desde aquella tarde lejana en Nazaret.

En otras ocasiones estuve con él, acompañada por mi hermana María la de Cleofás y otras mujeres, como las hermanas de Betania, que seguíamos a aquel grupo de discípulos. Había tantas cosas que no compren-día y que quería preguntarle…

Noticias terribles se acumulaban en las voces que me llegaban de amigos y vecinos, el rechazo cada día mayor de los judíos, el abandono de la gente que le seguía, hasta que ocurrió lo que tanto nos temíamos. Su prendimiento, juicio y condena por parte del sanedrín. Le seguí como pude, entre la gente, en las pla-zas, preguntando a los discípulos que encontraba..

Hasta que en aquella callejuela pude verle con el madero sobre sus hombros, su rostro desfigurado, y en un segundo nuestras miradas se cruzaron y ¿sabéis algo?, en ese instante comprendí, como si todo estuviese en su lugar y sitio, y sólo quedaba en mi corazón aquel amor que nunca me abandonaba, ahora teñido de lágrimas pero fuerte, potente, aco-gedor, misericordioso, perdonador. No sentí ningún rencor hacia aquellos soldados y torturadores, ni amargura, algo inau-dito estaba pasándome. El gentío gritaba, muchas mujeres gesticulaban, otras lloraban, muchos proferían insultos, y entre ese ruido ahí estaba el chasquido de los látigos sobre su carne. Allí mismo cogí a la Magdalena y a las otras mujeres, y las ani-mé a seguirle a él, por aquella calle, subiendo hacia el Calva-rio.

Al fin llegamos a la cima, lo desnudaron y comenzó aquella tortura interminable, el golpe seco del martillo sobre los clavos, y su carne abriéndose, acogiendo aquel dolor como si cada herida fuese un regalo esperado. Y en medio de toda aquella algarabía, el silencio de mi hijo, y mi silencio con él. Quizá eso era lo que más nos unía en aquel momento. El silencio que acoge y acepta. Y aquella cruz imponente, aquel árbol ensangrentado al que yo miraba casi sin pestañear. Cerré mis ojos, cuando él cerró los suyos, y abrí los de mi alma de par en par. Y una luz cegadora me invadió por dentro, y entonces oí unas palabras que me estremecieron: “madre ahí tienes a tu hijo, hijo ahí tienes a tu madre”. Miré aquel cuerpo que pendía de la cruz pero las lágrimas no me dejaban ver su rostro, sólo pude sentir el abrazo de Juan, que estaba ahí también, mirando con el rostro paralizado. Y entonces comprendí que me arrebataban al hijo, pero me entregaban a otros a los que tenía que acoger, cuidar, consolar como una madre. Y pensé: hay tantas cosas que no comprendo… pero no era hora tanto de comprender como de amar, y supe que siempre había sido así. Que la vida tiene su propia sabiduría y que nosotros somos como ciegos que a tientas van descubriendo su camino.

Y luego vino el sorprendente principio de todo: las noticias sobre su resurrección se multiplicaban, vosotros me hablábais de que lo habíais visto vivo, VIVO! Unos dudábais, otros estábais entusiasmados. ¿Y yo? Yo callaba, porque mi corazón, ya lo sabía, como supo que aquel amor que vino a mi en los lejanos días de Nazaret provenía de Dios.

Y ahora estoy aquí, en esta casa de Jerusalén con vosotros los discípulos de mi hijo, sus amigos, atemoriza-dos unos, asustados la mayoría, pero también esperanzados de que mi Hijo, cumpla su promesa y nos envíe el Espíritu Santo que como El nos dijo nos guiará hacia la verdad plena.

Aquí estoy y aquí estaré siempre con vosotros, con mi familia.



Chema Garbayo, 1 junio 2020, en la fiesta de Sta. María, madre de la Iglesia