Muchas veces hemos tenido que reconocer aquí, que esto de ser cristianos, es muy difícil, casi imposible. Escuchamos el mensaje del evangelio, nos ilusiona el proyecto de Jesús, pero casi inmediatamente constatamos su dificultad, el abismo que se abre entre sus exigencias y nuestra vida de todos los días. Sabemos que es bueno amar incluso a nuestros enemigos, pero qué difícil se nos hace perdonar y amar incluso a nuestros amigos. Sabemos que es bueno y necesario compartir lo que tenemos, pero qué difícil se nos hace el desprendernos de algo verdaderamente importante en favor de los otros. Nuestra fe y nuestra experiencia cristiana están siempre traspasadas por la frustración de querer ser mejores y no conseguirlo. El mismo San Pablo, cuando ya llevaba años siendo apóstol de los gentiles, después de haber fundado gran número de comunidades y depués de haber entregado su vida por completo al evangelio, reconocía en una de sus cartas que no hacía el bien que quería y sin embargo hacía el mal que no quería, y se quejaba diciendo: “¡Quién me librará de este cuerpo de perdición!”. Esta experiencia de San Pablo es común para todos los cristianos: hacemos el mal que no queremos y no hacemos el bien que queremos hacer. Esta experiencia nos está hablando de que los hombres somos criaturas, que no lo podemos todo, que a menudo nos encontramos divididos en nuestro interior, y esa división es la sombra que proyecta el pecado que todos llevamos con nosotros. Y muchos, a veces también repetimos con San Pablo, ¡quién nos librará de nuestra miseria y de esta maldad que llevamos dentro! Y todos tenemos un deseo común, un anhelo de algo mejor para nosotros y nuestras familias, un mundo mejor, unas relaciones más amistosas con los vecinos, más paz y justicia para todos, etc. etc.
Jesús nos ofrece una
salida a este círculo infernal. Y hoy lo hace desde el evangelio con una
propuesta sorprendente: “Sed perfectos
como vuestro Padre es perfecto” ¿Qué nos propone Jesús? ¿Ser como dioses?. Si lo hubiese dicho otra persona hubiésemos
pensado que estaba de guasa, pero lo dice precisamente aquél que mejor conocía
hasta qué punto puede ser ruin y mezquino el ser humano. Pero Jesús también sabía de la fuerza y
poder de Dios, para el que todo es posible si el hombre y la mujer acoge con
humildad su ayuda. Así, cuando Jesús
nos está exigiendo que seamos como Dios, no lo hace fijándose tanto en nuestra
débil naturaleza como en la posibilidad que el ser humano tiene de acoger la
fuerza y el poder del amor de Dios. Lo que importa es pues, reconocerlo,
reconocer primero, que el mensaje del evangelio es la mejor, la única vía de
salvación para el hombre. Reconocer que
hay que optar por la no violencia, por la tolerancia, por el perdón y por la
solidaridad, como caminos en los que realizarnos como personas. Y reconocer en segundo lugar, que por
nosotros mismos, no podemos nada.
Y hoy le pedimos al
Señor que nos de su fuerza, su amor
para poder amar como El ama, y así un día El pueda colmar todos nuestros
anhelos y nos permita participar de la gran fiesta del encuentro definitivo de
Dios con la humanidad.
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