sábado, 26 de abril de 2014

Homilia 2º domingo pascua: Señor mío y Dios mío



       Estamos celebrando la Pascua, los textos del Evangelio que estamos escuchando, nos animan a creer, a tener fe en ese hecho fundamental para nosotros: la Resurrección de Jesús.   Asistimos a la experiencia de los primeros discípulos transmitida a lo largo de los siglos con esta frase tan sencilla: “Hemos visto al Señor”.  Pero constatamos también, cómo en esa primera experiencia de los discípulos al encontrarse con el Señor, no todo estuvo y fue claro desde el principio.   Hoy nos hemos encontrado con la figura de Tomás el incrédulo, el racionalista podíamos llamarle con lenguaje actual.  Una figura con la que muchos nos podemos identificar y que nos puede ayudar a hacer nuestro propio trayecto por el siempre difícil camino de la fe.  Recordemos lo que nos decía el evangelio sobre Tomás.

          Tomás, después de la muerte de Jesús, ha dejado la comunidad.  El domingo de Resurrección, cuando Jesús se aparece por primera vez, Tomás no está con los discípulos.  Se siente decepcionado: después de tres años de acompañar al Maestro, las cosas siguen igual, todas sus esperanzas las ha visto crucificadas en el calvario.   Tomás se vuelve a su casa, sólo y desanimado.   Pero sus compañeros no le dejan así, enseguida van a comunicarle que han visto al Señor.  Pero Tomás, no se fía, no les cree.   No obstante decide reunirse de nuevo con ellos.   Y entonces, por segunda vez, se les aparece el Señor: “Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, cree”.  Tomás no necesitará hacer esto, reconoce a Jesús, no sólo como el Maestro con el que había convivido durante tres años, sino como su Señor y como su Dios.

          Como Tomás, también muchos de nosotros hemos dejado o estamos tentados continuamente de dejar la comunidad. Decepcionados unos porque no han encontrado alivio para sus penas o necesidades,  otros porque no han encontrado un sentido para sus vidas, algunos también, decepcionados por el mal testimonio de los creyentes.  Muchos, simplemente por comodidad, porque no quieren complicarse la vida.  Hemos vuelto a la soledad, a encerrarnos en nuestra casa y en nuestro trabajo, incluso los que aparentemente seguimos viniendo a la Iglesia nos deberíamos preguntar hasta qué punto estamos comprometidos con esta comunidad o simplemente estamos como el que no está, ausentes, como autómatas, indiferentes.   Pero ocurre que tarde o temprano, una voz nos llega, desde dentro o desde fuera, da igual.  Una voz que  nos dice con insistencia “Hemos visto al Señor”. En nosotros está, como en Tomás, hacer el esfuerzo de volver a la comunidad, a esta comunidad, volver a esta comunidad de una manera activa, interesándonos por lo que se hace, participando activamente en las celebraciones, en la catequesis, en la vida parroquial,  mostrando afecto por todos y por todo, no dejando que las críticas destruyan los lazos de unión que el Señor ha creado entre nosotros. Porque es aquí donde el Señor nos va a mostrar sus heridas, las heridas producidas por los creyentes que no son coherentes con su fe, las heridas producidas por la insolidaridad del mundo, las heridas producidas por la injusticia.  Heridas de un Dios que sigue apostando por el mundo y por la humanidad, que se muestra paciente una y otra vez con todos nosotros y nos invita a compartir su vida.   Heridas que el Señor hoy nos muestra, y nos pide que posemos nuestra mano sobre ellas. Y que hagamos el esfuerzo de ver más allá de los sentidos, para reconocer su presencia en medio de nosotros.  Es aquí, en la escucha de su Palabra cada domingo, en el compartir lo poco o mucho que tenemos.  Sintiéndonos hermanos de los demás porque también los demás como yo tienen sus incoherencias, sus defectos y sus virtudes.  Es aquí, donde Dios nos revelará su presencia si colaboramos con nuestro esfuerzo e interés. 

          Que la bendición, la dicha que el Señor prometió a los que sin ver intentamos creer, permanezca siempre con nosotros.

sábado, 5 de abril de 2014

Lázaro


¡Lázaro, sal fuera!... 5º dom. cuaresma



           
En este mundo nuestro, tan herido por la violencia y la injusticia, hoy como hace ya dos mil años, sigue resonando en nuestros oídos las palabras de Jesús de Nazaret a su amiga Marta:  “yo soy la resurrección y la vida, ¿crees esto?”. Marta se quedó extrañada de esta pregunta, como buena judía creía que un día los muertos resucitarían, pero ¿qué significaba eso que decía el Maestro?.   Nosotros también creemos que después de la muerte tiene que haber algo,  no estamos muy seguros, pero vivimos con ese consuelo.  Pero ¿qué significa que Jesús es la resurrección y la vida? Porque la cuestión no es si resucitaremos después de muertos, sino si podemos vivir ya ahora, si podemos resucitar ya ahora a la nueva vida. 

          La cultura de la muerte que al principio hemos recordado no es más que la expresión externa de esa muerte que a menudo se nos mete en el alma.  Ese rencor hacia el vecino, la envidia, ese vivir sin ilusión, abotargándonos de comida y bebida, ese vivir obsesionados con la propia imagen.  Ese miedo al qué dirán, ese vicio que nos domina.  Sentimos el alma congelada, sentimos que la muerte nos acecha, porque nuestro corazón está muerto, incapaz de sentir una la brisa del amor y la misericordia.    Es en esta situación en la que oímos las palabras de Jesús:  “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí aunque haya muerto vivirá, y el que está vivo y cree en mí no morirá para siempre”.    Jesús nos ofrece la verdadera vida, la verdadera vida que comienza ya aquí y ahora y que como un torrente de agua viva salta a la vida eterna.   Esa vida se nos da si creemos en El, si le aceptamos como Señor, si acogemos su estilo de vida.
                             
          Hermanos, creer que Cristo es la resurrección y la vida, nos compromete a vivir de otra manera.  Comprometidos por no destruir ni malograr nada que tenga vida, comprometidos en dar nuestra vida para que otros puedan tenerla en abundancia.  Creer en la Resurrección es por ejemplo no destruir con nuestra maledicencia la fama de los demás, es luchar para que se reconozcan los derechos de todos, es solidarizarse con los pobres, es perdonar... y todo eso es amar. Eso es vivir la vida de Dios, la vida que no acaba nunca. Muchos llevamos dentro de nosotros un cadáver que como el de Lázaro ya huele, es el cadáver de nuestro egoísmo, de nuestra comodidad, de nuestra insolidaridad.  Jesús nos invita a quitar la losa de nuestro miedo, la losa de nuestro pesimismo, la losa de nuestros prejuicios contra los demás, la losa de nuestros pequeños esquemas y seguridades.   Sólo El puede darnos vida, si nosotros confiamos en El, si le aceptamos.  Jesús nos dice hoy: “Sal fuera, sal de ti, deja de pensar sólo en ti, deja de darte vueltas atándote de pies y manos con tus propias vendas.  Sal y mira la vida y a las personas de otra manera, con ojos de misericordia y de perdón.  Sal fuera y decídete a unirte a la nueva vida de resucitados, a la vida de Hijos de Dios”.

Abril.... esperando