Estamos
celebrando la Pascua, los textos del Evangelio que estamos escuchando, nos
animan a creer, a tener fe en ese hecho fundamental para nosotros: la
Resurrección de Jesús. Asistimos a la experiencia de los primeros discípulos
transmitida a lo largo de los siglos con esta frase tan sencilla: “Hemos visto
al Señor”. Pero constatamos también,
cómo en esa primera experiencia de los discípulos al encontrarse con el Señor,
no todo estuvo y fue claro desde el principio.
Hoy nos hemos encontrado con la figura de Tomás el incrédulo, el
racionalista podíamos llamarle con lenguaje actual. Una figura con la que muchos nos podemos
identificar y que nos puede ayudar a hacer nuestro propio trayecto por el
siempre difícil camino de la
fe. Recordemos lo que
nos decía el evangelio sobre Tomás.
Tomás, después de la muerte de Jesús,
ha dejado la
comunidad. El domingo
de Resurrección, cuando Jesús se aparece por primera vez, Tomás no está con los
discípulos. Se siente decepcionado:
después de tres años de acompañar al Maestro, las cosas siguen igual, todas sus
esperanzas las ha visto crucificadas en el calvario. Tomás se vuelve a su casa, sólo y
desanimado. Pero sus compañeros no le dejan
así, enseguida van a comunicarle que han visto al Señor. Pero Tomás, no se fía, no les cree. No obstante decide reunirse de nuevo con
ellos. Y entonces, por segunda vez, se
les aparece el Señor: “Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y
métela en mi costado; y no seas incrédulo, cree”. Tomás no necesitará hacer esto, reconoce a
Jesús, no sólo como el Maestro con el que había convivido durante tres años,
sino como su Señor y como su Dios.
Como Tomás, también muchos de nosotros
hemos dejado o estamos tentados continuamente de dejar la comunidad. Decepcionados
unos porque no han encontrado alivio para sus penas o necesidades, otros porque no han encontrado un sentido
para sus vidas, algunos también, decepcionados por el mal testimonio de los
creyentes. Muchos, simplemente por
comodidad, porque no quieren complicarse la vida.
Hemos vuelto a la soledad, a encerrarnos en nuestra
casa y en nuestro trabajo, incluso los que aparentemente seguimos viniendo a la
Iglesia nos deberíamos preguntar hasta qué punto estamos comprometidos con esta
comunidad o simplemente estamos como el que no está, ausentes, como autómatas,
indiferentes. Pero ocurre que tarde o
temprano, una voz nos llega, desde dentro o desde fuera, da igual. Una voz que
nos dice con insistencia “Hemos visto al Señor”. En nosotros está, como
en Tomás, hacer el esfuerzo de volver a la comunidad, a esta comunidad, volver
a esta comunidad de una manera activa, interesándonos por lo que se hace,
participando activamente en las celebraciones, en la catequesis, en la vida
parroquial, mostrando afecto por todos y
por todo, no dejando que las críticas destruyan los lazos de unión que el Señor
ha creado entre nosotros. Porque es aquí donde el Señor nos va a mostrar sus
heridas, las heridas producidas por los creyentes que no son coherentes con su
fe, las heridas producidas por la insolidaridad del mundo, las heridas
producidas por la
injusticia. Heridas de
un Dios que sigue apostando por el mundo y por la humanidad, que se muestra
paciente una y otra vez con todos nosotros y nos invita a compartir su
vida. Heridas que el Señor hoy nos
muestra, y nos pide que posemos nuestra mano sobre ellas. Y que hagamos el
esfuerzo de ver más allá de los sentidos, para reconocer su presencia en medio de
nosotros. Es aquí, en la escucha de su
Palabra cada domingo, en el compartir lo poco o mucho que tenemos. Sintiéndonos hermanos de los demás porque
también los demás como yo tienen sus incoherencias, sus defectos y sus virtudes. Es aquí, donde Dios nos revelará su presencia
si colaboramos con nuestro esfuerzo e interés.
Que la bendición, la dicha que el
Señor prometió a los que sin ver intentamos creer, permanezca siempre con
nosotros.
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