lunes, 25 de enero de 2021

Personajes bíblicos de nuestro tiempo: JONÁS



Se llama Jonás, pero bien podría llamarse Antonio, Paco o Jorge. No llega a los cincuenta. Ha tenido tiempo para casi todo. Ahora alterna la fiebre por Internet con saltos nostálgicos a los Quenn o Eurythmics. Hace ya bastantes años que sintió el deseo de hacer algo. ¿Es posible todavía decir una palabra sobre Dios en esta inmensa Nínive contemporánea? ¿Se puede narrar la parábola del padre misericordioso en ese haz formado por una bolsa verdinegra de El Corte Inglés, un ejemplar doblado de El País y el último CD de Lorena McKenitt? «¡Buena gana de complicarme la vida! ¡Que cada cual salga por donde pueda! Yo me voy a Cádiz de vacaciones!».
Jonás sueña siempre con largarse a Cádiz, pero las tormentas de la vida cotidiana lo retienen en alta mar. Para protegerse de las olas, procura esconderse donde puede. Primero se lo tragó el pez intelectual. Se trataba de un pez formidable que hasta sabía hablar: «Pero Jonás, ¿cómo vas a anunciar la palabra en Nínive si no has dialogado críticamente con la cultura contemporánea? ¿No te das cuenta de que es imprescindible elaborar primero los fundamentos racionales de la fe?». Jonás comenzó a hacer cursos de teología, análisis estructurales, debates sobre las raíces de la increencia. Eso sí: siempre dentro de su burbuja. Nínive le producía un miedo escénico insuperable. Hasta que un día se hartó. En un encuentro de fin de semana alguien le recordó aquello de que el mundo ya estaba interpretado, que lo que hacía falta era transformarlo. Para colmo, cayó en sus manos un librito titulado «Creer es comprometerse». Se dejó de tanto ver y juzgar y empezó a multiplicar las acciones. Se enroló en una comunidad de vecinos y en un círculo de Podemos. Los domingos los pasaba en La Cañada Real. No había semana en la que no tuviera una docena de reuniones. Su saludo siempre era el mismo: «Mira, tío, perdona, pero es que me tengo que ir pitando». La verdad es que no paraba, pero Nínive seguía estando lejos. Al fin, cayó en la cuenta de que había cambiado de burbuja, pero seguía prisionero de sus miedos incurables.
Un día alguien le regaló otro librito de ocasión. Lo fue devorando en el metro porque en casa no tenía tiempo ni para dormir. El libro se titulaba «Contra Prometeo». Jonás comenzó a sentirse mal. Las reuniones empezaron a parecerle una pantomima, una estúpida huida hacia adelante. Lo notó en el asco que le producía el humo del tabaco. El verbo hacer se le hizo inconjugable. «¿De qué nos están sirviendo tantas movidas?». Jonás cayó en la cuenta de que su acelerado ritmo de acciones no era sino una forma socialmente bien vista de acallar su conciencia, una estrategia de autoprotección frente al desafío de Nínive, una burbuja con mejor prensa que la intelectual, pero burbuja, al fin y al cabo. No se llega muy lejos cuando uno se esfuerza por robar el fuego de los dioses a base de puños. Jonás tuvo que echar mano del Prozac para combatir la bajada depresiva.
Los que lo conocían no daban crédito a sus ojos. A Jonás le dio por la meditación. En un ángulo del salón de su casa colocó un par de iconos y un cojín de terciopelo verde. A un lado, la biblia de los tiempos del bachillerato; al otro, una vela roja comprada en un «todo a cien». Cada día, a eso de las once de la noche, ponía en la cadena una música suave chillout y empezaba a repetir en voz baja: «Señor, ten misericordia de mí». Antes, naturalmente, había hecho unos minutos de respiración profunda. Tres o cuatro veces al año se refugiaba en la quietud de un monasterio. La suavidad del «Victimae paschali laudes» había derrotado a la contundencia del «Contra la opresión, manifestación». Pasar tres días y tres noches en el vientre de este pez estéticamente airoso era una gozada. Lástima que no se pudieran montar tres tiendas allí dentro.
Pero la voz de Dios volvió a sonar: «Oye, Jonás, ¿puedes oírme desde esa burbuja de incienso? Si no te importa, me gustaría que fueras a Nínive». Esta vez no hubo escapatoria. La voz de Dios consiguió enfadarlo. La burbuja estética quedó deshinchada. Jonás, perplejo, prorrumpió en una protesta: «Pero, vamos a ver, ¿de qué se trata ahora? ¿Qué quieres que haga?». Dios no pudo ser más claro: «Mira, Jonás, yo no te he hecho para que vivas en una burbuja. Tampoco te pido que seas un héroe. Basta con que tengas compasión de esa Nínive a la que quieres derrotar. ¿No te das cuenta de que en ella viven millones de hombres y de mujeres que aún no distinguen entre el bien y el mal?». Parece que Jonás se echó a llorar.
No dejes de leer la historia del Jonás bíblico, en el libro de Jonás


 

domingo, 17 de enero de 2021

Personajes bíblicos de nuestro tiempo: RAJAB

 


Aunque eran un poco fuertes, a ella le gustaba leerlos cuando se tiraba de la cama a mediodía. Los tenía escritos en un papel de cuaderno clavado con chinchetas verdes encima de la cama. Se los había escrito el Limpia, un cliente que iba para poeta y se había quedado en trovador de barrio: "Tienes brazos de yonqui numeraria / y cara de sidosa terminal. / Se te cruzan los cables interiores, / se te altera el carné de identidad. / Tus secretos fermentan en la calle, / tu piel es un archivo de dolor /. Tras el rímel que enmarca tus pupilas / hay sitio todavía para el sol". Lo de "hay sitio todavía" le daba ganas de llorar. ¿Sitio? ¿Dónde, cómo cuándo?

Rajab tenía veintitrés años, pero aparentaba treinta. Desde que se vino del pueblo, vivía con sus padres en un piso alquilado cerca de la M-40. A los diecisiete se había tirado a la calle porque no encontró otra forma mejor de sacar adelante a sus viejos enfermos. Lo de la droga vino luego por exigencias del guión. De diez mil pelas diarias no bajaba. Aunque en muchas ocasiones se vio con la soga al cuello, nunca quiso robar. "Pero si todos lo hacen, Rajab" -le dijo un día un colega experto en tirones a mujeres de buen ver. "Mira, ¿qué quieres que te diga? En el pueblo no me enseñaron a eso". 

Un día el Limpia llamó a la puerta como si quisiera derribarla. Entró con otros dos tipos de mala calaña y dio un portazo. Por la pinta, parecían dos caribeños de los que a veces se ven por el metro. 

Rajab se quedó asustada. Pensó que el Limpia estaba liado en algún asunto feo. En la calle le había pasado de todo, pero de puertas adentro su casa era un santuario. El Limpia fue al grano: "Ya sé que te puedo meter en líos, pero a estos dos los busca la pasma porque han entrado sin papeles. A mí me tienen más fichado que a Mario Conde, así que ya puedes esconderlos aquí hasta que encuentre un garito más seguro". Lo que son las cosas. A Rajab, diplomada en hombres en la universidad de las aceras madrileñas, le llamaron la atención dos detalles: la cruz que los dos caribeños llevaban al cuello y sus miradas indefensas. Son tonterías, pero eso le dio confianza. Los metió en el saloncito, puso la cafetera a calentar y escuchó su historia sin prisas. Resulta que habían venido para reunirse con sus mujeres que llevaban varios meses trabajando como empleadas de hogar. Como no tenían ningún contrato de trabajo no les permitían quedarse, así que decidieron esconderse. Dieron con el Limpia como podían haber dado con un traficante de primera.

Rajab sintió lástima porque ella sabía lo que es salir de casa y buscarse la vida. Muchos habían alquilado su cuerpo, pero era la primera vez que unos hombres le pedían ayuda sin ningún servicio raro a cambio. Era como si de pronto le estallase el corazón. Se sintió amiga, hermana, madre. A lo mejor llevaba razón el Limpia con eso de que "tras el rímel que enmarca tus pupilas, / hay sitio todavía para el sol" . Los bajó al trastero, colocó delante una estantería llena de trastos y les dijo que ya les avisaría cuando hubiese pasado el peligro. Al poco tiempo llegó la policía. Estas cosas se corren en seguida. Rajab mantuvo el tipo:

"Es cierto, esos hombres han venido aquí, pero no sabía de dónde eran. Se marcharon al anochecer y no sé adónde han ido. Si ustedes se dan prisa, lo mismo pueden pillarlos en El Corte Inglés". En cuanto se largaron bajó al trastero como una bala: "Os va a parecer una tontería, pero sé que Dios os está ayudando y quiere que os quedéis en este país y os reunáis con vuestras mujeres. Ya sé que no soy la más indicada para decirlo, pero yo creo en Dios y en la Virgen y sé que él os ha protegido. Así que, lo único que os pido es que si salís de ésta, no vengáis a robar a una casa conocida". Los caribeños no salían de su asombro. Empezaron a besar como locos las cruces que llevaban al cuello: "Le juramos que no diremos ni palabra, doña. Usted nos ha salvado, Rajab. No lo olvidaremos nunca". 

Les metió en una tartera de plástico algunas cosillas del frigo y les deseó suerte: "Y llamadme si necesitáis algo". Ellos se largaron lanzando besos con la mano: "Adiós, mi amor, que Dios la bendiga". Era ya casi hora de ir al "trabajo", pero Rajab no tenía ninguna prisa por vestirse/desnudarse para la ocasión. Nunca le había pasado esto, nunca. Se tumbó en la cama con un Camel entre los dedos. Afuera empezaba a oscurecer. Puso la casete que le había regalado el Limpia: "Tus silencios me saben a madroños / plantados en la puerta de Alcalá. /Tus palabras son ráfagas de estrellas / que iluminan mi sola soledad". Pensó en las dos mujeres que pronto encontrarían a sus esposos. Y en lo fácil que es, a veces, hacer felices a las personas cuando uno da lo mejor de sí. Y en Dios que siempre está ahí currando, aunque no lo vemos y le echamos todas las culpas. Esa noche decidió no ir a trabajar: "Tiene razón el Limpia: hay sitio todavía para el sol".

No dejes de leer la historia de la Rajab bíblica, prostituta y ascendiente de Jesús, en los capítulos 2 y 6 del libro de Josué


domingo, 10 de enero de 2021


Su nuera le había dicho que la operación de cataratas entraba en la Seguridad Social, pero, la verdad, no tenía muchas ganas de volver a la clínica. Además, no era un asunto de vida o muerte. A sus noventa años todavía podía valerse bastante bien. Andaba regular de oído, pero si le hablaban despacio, podía mantener sin problemas una conversación. Eleazar estaba teniendo una vejez casi feliz. Cobraba mensualmente su jubilación, se daba todos los días un paseíto de media hora y, si el tiempo no lo impedía, después de misa de seis, se juntaba un rato con sus amigos en el hogar del pensionista para echar una partida de mus.
Lo único que le dolía a Eleazar no era el hígado o la próstata sino la situación de un hijo suyo deficiente psíquico que estaba acogido en un centro asistencial. Él lo había tenido en casa hasta que pudo atenderlo. Pero llegó un momento en que la asistente social y el párroco lo convencieron de que era mejor internarlo. Le hubiera gustado que alguno de sus otros dos hijos se hubiera hecho cargo de él, pero comprendía que tampoco estaban en buenas condiciones. Todas las semanas iba a visitarlo y le contaba historias bonitas de cuando era niño, le hablaba de mamá y de que algún día se juntarían todos en el cielo. Siempre regresaba a casa con un nudo en la garganta.
Un día, al comienzo del invierno, se presentó uno de sus nietos. «Abuelo, te encuentro como nunca». El viejo Eleazar, cosas de viejo, intuyó que la visita de su nieto, a pesar de tantos cumplidos, no traía buenas intenciones. Su intuición se confirmó enseguida: «Mira, abuelo, ya sabes que, por si te pasara algo, conviene que arreglemos con tiempo las cosas». Los preámbulos fueron largos; la conclusión escueta: «Sólo tienes que firmar aquí». Eleazar se puso las gafas que llevaba en el bolsillo de su chaqueta de lana, echó un vistazo al papel y miró a su nieto a los ojos: «Esto no lo firmaré jamás». El contenido del papel era claro: «El abajo firmante, con DNI número tantos, declara que ...». Se trataba de revocar el testamento que Eleazar había hecho hacía varios años en favor de su hijo deficiente y de la institución que lo atendía. «Él ya está cuidado, abuelo. Ese dinero nos corresponde a nosotros.
Tú puedes
seguir diciéndoles a los del centro que va a ser para ellos. Lo que importa es que firmes aquí».
Pero Eleazar, tomando una noble resolución digna de su edad, de sus ejemplares canas, de su proceder desde niño y, sobre todo, de su criterio evangélico en favor de los más débiles, se mostró consecuente con su testamento: «A mi edad no es digno fingir, hijo. ¿Qué iban a decir los que nos conocen si Eleazar, a sus noventa años, por asegurarse el cariño de uno de sus nietos, rompiera la promesa que le hizo a su hijo más necesitado?». El nieto se fue dando un portazo: «Esto no va a quedar así, viejo». Entonces el abuelo, sentado en su mecedora, recordó unas palabras de Jesús que siempre lo habían acompañado: «Lo que hicisteis con uno de estos pequeños, conmigo lo hicisteis». Y rompió a llorar con un llanto suave, como de niño. Recordó los tiempos en que, siendo joven, lo llamaban meapilas por ir a misa antes de empezar el trabajo. Y los problemas que tuvo con sus jefes porque se negó a engañar a los clientes en la fábrica en la que trabajaba. Y las horas que dedicaba los domingos a echar una mano en el asilo del barrio.
A los pocos días Eleazar fue ingresado en el hospital. Los médicos no encontraron nada grave. «Se muere de tristeza», dijo una de las enfermeras que lo conocía bien. «Más bien, creo que se muere de puro bueno», apostilló uno de los borrachines del barrio que había subido a la planta tercera a darle un beso de despedida.
No dejes de leer la historia del Eleazar bíblico en el libro segundo de los Macabeos capítulo 6

Comentario al evangelio: Domingo del Bautismo del Señor










         LA EXPERIENCIA FUNDANTE.










La experiencia interior que tuvo Jesús cuando fue bautizado por Juan fue fundamental para su vida y su misión. De hecho, todos los evangelistas ponen el Bautismo en el comienzo de la vida pública de Jesús. Esta experiencia interior viene resumida en esas palabras que el evangelio pone en boca de Dios Padre: “este es mi hijo amado, mi predilecto”. Podemos decir pues que la experiencia fundamental sobre la que Jesús basa su misión es la de sentirse hijo y además, hijo querido. Jesús es pues, ante todo, alguien que ha descubierto que su identidad fundamental es la de ser Hijo de Dios; lo que nos lleva a preguntarnos si en nuestra vida cristiana está la experiencia fundamental de sentirnos hijos queridos. 

Todos tenemos un peligro: el de vivir nuestro cristianismo como si fuese sólo un catálogo de normas morales, una ética en suma. Olvidando que antes que una ética, el cristianismo es la experiencia gozosa del que se descubre como hijo de Dios, la experiencia inaudita de descubrir que todo tiene sentido porque todo lo sustenta un Padre, la experiencia increíble de que yo, mi vida, todo lo que soy es único, querido y deseado por Dios. Y repito por tres veces “experiencia”, porque creo que esta es la clave. Porque muchas veces, demasiadas, en la Iglesia hemos acentuado las normas, la doctrina, olvidando lo más genuino de la religión: la posibilidad de re-ligarnos (relacionarnos) con Dios. Y así nos ha ído, que mucha gente ha abandonado la Iglesia porque ha visto que para ser bueno o simplemente humano no hacía falta toda la parafernalia religiosa. Por eso, nuestro gran reto como Iglesia y como comunidad ha de ser la de facilitar que las personas puedan tener esa experiencia personal, genuina y fontal de encuentro con Dios