El evangelio nos cuenta
el encuentro de Jesús con un ciego de nacimiento. Es muy difícil poder maginar
lo que significa ser ciego de nacimiento.
Incluso los que por accidente o enfermedad se quedan ciegos, guardan en
su recuerdo lo que es la luz, el color, las formas, etc.
Pero ¿cómo explicarle a un ciego de
nacimiento por ejemplo, lo que es la luz? ¿cómo puede comprender lo que son los
colores?
Si queremos que entienda algo
tendremos que emplear siempre comparaciones, por ejemplo para explicarle como
es el color rojo le diremos que es como algo caliente, y para el azul le diremos
que es como algo frío.
Pues en esta
misma situación nos encontramos todos cuando nacemos para comprender lo que es
Dios y quién es El.
Sólo gracias a El,
porque ha querido revelárnoslo por medio de su Hijo, podemos acceder a
comprender un poco quién es.
Jesús nos
ha revelado que Dios es Padre de todos los hombres, que por eso mismo todos
somos hermanos y que a todos nos ofrece compartir su vida divina ya aquí, en
esta tierra si aceptamos el mensaje de Jesús.
Y aquí nos encontramos con el mismo problema que el ciego de nacimiento
tiene con los colores, ¿cómo reconocer en el vecino, en el forastero, en el que
vive a cinco mil kilómetros de nuestra casa, en el que no es de mi misma raza
ni piensa como yo a un hermano?,
si todo
en esta vida nos invita a ser competitivos, a medrar a costa del otro, a ser
más que el otro... ¿Cómo ver en el otro a un hermano, y no sólo verlo, sino
tratarlo como tal ?
El evangelio
nos propone un camino, confiar en Cristo y acoger su mensaje. El ciego de
nacimiento del evangelio se encontró con Jesús,
creyó en El, creyó que Jesús era el Hijo de Dios, se postró ante El
reconociéndole como el Señor y salvador y recuperó la vista física y la más
importante, la del alma.
Jesús sigue acercándose a nosotros, todos los días, en
cualquier acontecimiento, en su Palabra, en la Eucaristía, en los hermanos. Ahí está El haciéndonos siempre la misma
pregunta ¿Crees en mí?. Nosotros
podemos como los fariseos cerrarnos en nuestra ceguera, quizás pensamos que lo
sabemos ya todo, puede ser que nos
hayamos acostumbrado ya a vivir en la penumbra del individualismo y el
desprecio por los demás, pero quizás un día seamos capaces de responder al
Señor con humildad, “Señor, sí creo en Ti, creo que Tú eres el Salvador del
mundo, el Hijo de Dios“, y comenzar a ver la vida y a las personas con una luz
y con una mirada diferente. Ay! si por un momento pudiésemos vernos como Dios
nos mira. Si por un momento pudiésemos
tener sus ojos y su corazón, para ver y sentir cómo se derrama un río de
misericordia sobre nuestros defectos y pecados, sobre los defectos y pecados de
los demás, sobre toda la
realidad. Quizás
empezaríamos a comprender que los demás, como la vida, son un regalo de Dios,
un regalo que se recibe con gratitud, que se cuida y se conserva como conservamos
los regalos de los que nos quieren.
Que el Señor Jesús, nos abra los ojos, nos cure de
nuestra ceguera y nos permita ver un día la gloria de su rostro.
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