Durante estos cincuenta días de la Pascua
estamos celebrando la Resurrección de Jesús.
Aquello que comenzó hace casi dos mil años, en una región alejada del
imperio romano, como un rumor de unas
pocas personas, se convirtió pronto en un grito de alegría que se escuchó por
todo el imperio: “¡Jesús vive!”. Una
fuerza imparable hizo que en poco tiempo miles de comunidades surgiesen por
todos los países. Y hasta hoy, miles de
generaciones que han celebrado y repetido lo mismo y que nos han transmitido el
mismo mensaje que hoy aquí estamos celebrando:
“Jesús vive. La muerte ha sido
vencida. El amor es más fuerte que la
muerte.” ¿Cómo podemos explicarnos la
repercusión tan importante de este mensaje en la historia de la humanidad? ¿Es sólo una cuestión humana...? Nosotros los creyentes sabemos que ha sido el
Espíritu de Jesús actuando en el corazón de todos los hombres y mujeres que han
creído en El. Es el Espíritu el que ha levantado
y levanta también hoy testigos que defienden la causa de la dignidad del ser
humano en las plazas y en los tribunales, es el Espíritu el que mantiene firmes
a los mártires de la intolerancia y la barbarie, es el Espíritu el que ha
movido y mueve a miles de personas a dedicarse de una manera callada y humilde
al servicio a los demás. Es el Espíritu
el que ha permitido que millones de seres humanos hayan encontrado en el
evangelio la razón y el sentido a sus vidas.
Es el Espíritu el que hoy sigue moviendo a los hombres y mujeres de
nuestro mundo a luchar por un mundo más justo, donde se respeten los derechos
humanos, donde haya más tolerancia y una sensibilidad creciente por la paz y la justicia. Es el
Espíritu el que nos ha congregado aquí a nosotros para vivificar nuestra vida con su aliento. El Espíritu es la gran herencia de Dios
Padre que nos ha dado por Jesús. El Espíritu trabaja incansable a través de
los siglos y de las generaciones hasta que todos seamos uno y nos presentemos
ante Dios Padre, con Cristo a la cabeza, en la mañana radiante de la nueva
humanidad, con una tierra nueva y unos cielos nuevos, el hogar de Dios con el
Hombre. Esta es nuestra esperanza, una
esperanza que ha comenzado a realizarse ya, comenzó en uno de nosotros: en
Jesús. Y esto es lo que celebramos hoy con la fiesta de la Ascensión del
Señor. Con Jesús la humanidad ha entrado
definitivamente en la órbita de Dios.
Cuando en el Credo proclamamos que Cristo está sentado a la derecha de
Dios Padre, estamos proclamando que algo de nosotros mismos, nuestra misma
esencia humana forma ya parte para siempre de Dios.
Hermanos,
mientras tanto, nosotros vamos caminando por la vida, confiados, alegres porque
las últimas palabras de Cristo en el mundo fueron para nosotros: “Yo estoy con
vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”. Que su presencia nos anime a
seguir viviendo fieles al evangelio y seamos capaces de dar testimonio
cristiano.
Y
junto a la presencia del Espíritu de Jesús en medio de nosotros, la presencia
de su madre, María. Ella intercede
incansablemente por todos nosotros para que nos unamos a la gran familia de
Dios. Que ella nos proteja siempre y
nos permita acrecentar la fe que recibimos de nuestros mayores.
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