Hemos asistido a la lectura de un pasaje fundamental de la vida de
Jesús. Lejos quedan ya los años de la infancia en Nazaret y Jesús adulto se
presenta ante el pueblo iniciando su misión.
Y si nos fijamos bien en esta presentación hay tres presencias: primero
está Jesús, que se mezcla como uno más
con la gente pecadora que acude a Juan a recibir el bautismo, después se hace
presente el Espíritu de Dios sobre Jesús y por último la voz del Padre que
habla diciendo que éste es mi Hijo amado.
Estas presencias nos dicen algo fundamental para nuestra fe que conviene
que recordemos: los cristianos creemos en un solo Dios pero con tres
personas distintas. Es lo que llamamos
el misterio de la
Trinidad. Un misterio que en lo que podemos comprender nos
dice que hay tres personas en Dios tan
unidas en la voluntad, en el querer y en el ser que son uno solo. Dios como uno
y trino se nos revela como un Dios empeñado en cumplir una misión, la misión de
salvar al mundo y al ser humano. Es el
Padre, el Hijo y el Espíritu Santo quienes tienen el interés de que todos entremos
a formar parte de su comunidad, de su familia. Porque Dios en sí mismo es una
comunidad. Una comunidad de amor y entrega.
Por eso en la Iglesia nunca insistiremos bastante en la importancia de la comunidad. Ser cristiano implica
serlo con los demás. Nadie puede ir a
Dios solo. Todos somos salvados como
pueblo como comunidad. Es en la
comunidad donde recibimos la palabra de Dios que como agua fecunda la tierra de
nuestro corazón haciéndonos dar frutos de bien y justicia. Es en la comunidad donde aprendemos a
corregirnos y a perdonarnos. Es en la
comunidad donde celebramos la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte y es
en la comunidad finalmente donde se nos da la fuerza del Espíritu para vivir en
plenitud.
Que la fiesta del
bautismo del Señor, nos haga tomar conciencia de que pertenecemos a una
comunidad a la que Dios
Padre ama y salva por Jesucristo en el Espíritu Santo.
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