¿Qué buscáis?, pregunta Jesús a los discípulos en el evangelio que acabamos de proclamar. Son las primeras palabras que Jesús pronuncia en el evangelio, y en verdad que se trata de una cuestión decisiva para aquellos discípulos y también para nosotros hoy, envueltos en el torbellino de múltiples ofertas, a menudo contradictorias entre sí. ¿Qué buscáis? ¿Qué buscamos nosotros?. Responder a esta pregunta es fundamental, porque de la respuesta que demos depende nuestra realización como personas. Y no estaría mal que hoy en silencio intentásemos responder a esta pregunta que Cristo nos sigue haciendo a cada uno de nosotros.
Todos
buscamos algo, buscamos la felicidad, buscamos la seguridad en nuestra vida y
en el trabajo, la salud, un dinero que nos permita vivir con holgura. Y por
supuesto también buscamos quien nos quiera, hijos, amigos. Y luego vienen las búsquedas personales en
cosas más concretas que forman los hilos con la que vamos tejiendo nuestra
vida. Una vida hecha de anhelos e ilusiones,
y también de desengaños y desilusión.
Hemos
venido a la Iglesia, porque creemos que aquí encontramos algo de todo eso que
buscamos, al menos así nos lo han enseñado de pequeños. Pero puede ocurrir que después de tantos años
de escuchar siempre lo mismo, ya nada nos sorprenda. Escuchamos la palabra de Dios, pero en el
mejor de los casos la sentimos como un ideal irrealizable. Venimos a la Iglesia porque necesitamos
respuestas a los interrogantes del mal, buscamos consuelo, esperanza en la otra
vida. Otros se contentan solo con
cumplir con una costumbre heredada de sus mayores. Tenemos muchas razones para venir a la Iglesia. Pero quizás olvidamos la fundamental. Porque la Iglesia, la misa,
la Palabra de Dios, la comunidad, etc.
todo, no son más que medios para que todos y cada uno de nosotros nos
encontremos con el Señor. Como Juan el
Bautista la Iglesia tiene la misión de señalar al mundo al Mesías, “ese es el
Señor”. Malo sería que hiciésemos como
dice el proverbio indio: “cuando un dedo señala la luna, sólo los necios se
quedan mirando el dedo”. Malo sería que de tanto mirar a la Iglesia, de tanto
venir a misa, de tanto escuchar la palabra, nos quedásemos sólo eso, mirando
como el que no mira, viniendo como el que no viene y escuchando como el que no
escucha.
Hermanos,
todo esto significa que todo es bueno si nos ayuda a encontrarnos con el Señor,
porque solo el Señor puede dar respuestas a todas nuestros anhelos y
búsquedas. Para realizar este encuentro
contamos con la experiencia de los primeros discípulos. Ellos se fueron con él a su casa, allí hablaron
con El, luego le siguieron por los
caminos de Palestina, al encuentro de los pobres, enfermos y pecadores. Ese es también nuestro camino. Ir a la casa de Dios significa hacer
oración. Ser capaces de guardar silencio
para escucharle a El que nos habla en el corazón. Buscar espacios de soledad y silencio en medio
de nuestra vida tan bulliciosa es difícil, pero es necesario. Luego, dirigirnos allí donde nos necesitan,
porque el Señor va delante de nosotros.
Y por último invitar a otros a que vengan a conocer a Jesús como lo hizo
Andrés con su hermano Pedro. Y dejar
poco a poco que las actitudes de Jesús cambien nuestras propias actitudes: que la misericordia vaya ganando la batalla
al rencor, que la solidaridad vaya ganando al egoísmo, hasta que nos
encontremos que sin el Señor no podemos vivir.
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