El evangelio nos cuenta el encuentro de Jesús con un leproso. Aún hoy que sabemos que la lepra tiene cura,
todavía despierta en nosotros el horror hacia esa enfermedad que hace que el
cuerpo se caiga a trozos. En la
antigüedad era desde luego la peor enfermedad, la mayor desgracia que podía
acaecer a un ser humano. Al sufrimiento de la enfermedad se unía la maldición
de Dios y la marginación de los hombres.
Se pensaba que era una enfermedad producida como castigo de Dios, se
prohibía al leproso residir en los pueblos y las ciudades, se le echaba al
campo y se le dejaba malvivir a su suerte,
si alguien sano se cruzaba en su camino tenía que avisar de su presencia
con un grito. No podemos ni imaginarnos el espanto que producía el encuentro
con uno de estos enfermos.
Ser leproso era como estar muerto en vida. Sufrimiento insoportable, malditos de Dios y malditos de los
hombres. Y desde esta situación, el
evangelio nos cuenta un hecho inaudito:
Un leproso que se atreve a acercarse a Jesús y al grupo de sus
discípulos. La ley judía mandaba
denunciar al leproso y matarlo. Pero fijémonos
en la valentía de este enfermo, en su desesperación, en esa fe que muestra por
el Señor: "Si quieres, puedes limpiarme". Imaginemos el asombro, el espanto de la gente
que acompañaba a Jesús, es muy posible que más de uno cogiese piedras en las manos
con intención de tirárselas para espantarle.
Y ahora fijémonos en el gesto de Jesús. Nos dice el evangelio que
sintiendo lástima, extendió la mano y le tocó.
Jesús se compadece, se deja afectar por aquel hombre y su miseria, Jesús
extiende la mano y hace algo increíble: tocarle. Con ello él mismo se vuelve impuro, él mismo
se vuelve maldito de Dios y marginado de los hombres. Pero para Jesús todo eso es secundario,
porque para el Hijo de Dios lo importante, lo fundamental es la misericordia. Imaginemos la alegría del
leproso, y el asombro de la gente.
¿Cómo no ver en toda
esta historia del leproso? La historia
mil veces repetida de los enfermos de sida de nuestro tiempo, a los que también
se ha marginado y considerado víctimas del castigo de Dios. Y ¿cómo no escuchar en el grito de ese
leproso, el grito que nos llega desde el tercer mundo dirigido a cada uno de
nosotros?: "si queréis podéis
ayudarnos", "si tú quieres hombre y mujer del primer mundo, tú puedes
ayudarme a vivir, a saciar mi hambre, a curar mis heridas".
Jesús nos invita a hacer
como él, primero dejarnos conmover y afectar por tanta miseria humana, y
después alargar nuestra mano, y tocar todas esas heridas.. Quizás entonces
nosotros también podamos vernos curados de la enfermedad de nuestro egoísmo que
como la lepra nos va consumiendo poco a poco.
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