San Marcos nos relata hoy en el evangelio
una típica jornada en la vida de Jesús.
Es un día como otro cualquiera, uno más de aquellos tres años en los que
Jesús nos dejó la herencia de su mensaje y su persona. Pero precisamente por ser un día cualquiera tiene para
nosotros un gran significado. Porque es
en el día a día donde se va forjando nuestra personalidad, es en los días
normales, muchas veces anodinos, donde vamos calibrando nuestra fidelidad,
nuestra constancia en los valores, nuestra esperanza y nuestra lucha por un
mundo mejor.
La
jornada de Jesús comienza como siempre, muy de madrugada se retira a orar, es el momento de poner ante el Padre todos
sus proyectos e ilusiones, es el momento de pedir su ayuda. Luego, con sus discípulos, se echa a los
caminos de Galilea, a anunciar la buena nueva, esto es, que tenemos un Padre
Dios bueno que nos ama, que nos cuida y que todos somos hermanos. Y en medio de la jornada llega la hora de
comer. Hoy se encuentran en Cafarnaúm,
en el pueblo de Simón Pedro. La suegra
de Pedro les ha prometido darles de comer, pero se encuentra enferma. Jesús inmediatamente se dirige a su casa a
verla, la toma de la mano, la consuela, la cura. La
enferma se levanta y se pone a servirles.
Luego llega la tarde, acuden los vecinos con sus familiares enfermos,
Jesús les anuncia que el Reino de Dios está cerca y como signo de esa cercanía
cura las enfermedades de todos.
Finalmente, llega el descanso, pero todavía Jesús busca un rato de
soledad para encontrarse con su Padre, para darle gracias por todos los
acontecimientos del día, para renovar su confianza en El.
Un
día cualquiera, un día más, un día santo con el que Dios realizaba la salvación
en Jesús.
Pero
miremos ahora nuestros días, estos días que pasan tan deprisa, entre el
trabajo, el cuidado de la casa, la atención a los niños o a los
familiares. Los días que pasan casi sin
enterarnos, pero con los que Dios está tejiendo el camino de nuestra
santidad. Un día cualquiera, una
oportunidad más para realizarnos como personas.
Un día más para la
eternidad. Un día que
podemos, como Jesús, comenzar al levantarnos por elevar nuestro pensamiento y
nuestro ser hacia Dios, para dejar en
sus manos todo aquello que no podemos solucionar con nuestro esfuerzo, para
pedir su fuerza y su ayuda para intentar solucionar aquello que está en
nuestras manos. Y luego el trabajo, la
casa, la escuela, la fábrica y el campo, los compañeros, los vecinos, la
compra, el cuidado de los niños o de los padres ancianos, la visita a la amiga
enferma...todos son lugares para que, como Jesús, anunciemos con nuestro
testimonio en lo que creemos. No hacen
falta grandes discursos, ni grandes milagros; basta con poner ilusión en el
trabajo a pesar de las dificultades que encontramos, cariño para preparar la
casa y la comida de la familia, respeto por los compañeros en el trabajo y por
los vecinos, esfuerzo por aprender en la escuela o en el instituto, solicitud
en ayudar al enfermo, acogida con los forasteros, interés por los problemas de
la sociedad, austeridad en nuestros gastos para mejor compartir con los que
nada tienen. Y por la noche, un rato de
soledad y silencio para dar gracias a Dios por todo. Esta es la vida de cada día, un día más para
todos nosotros, pero también un día más con el que tejemos nuestra felicidad
eterna. Tenemos que descubrir en lo
cotidiano esa presencia invisible pero cercana de Dios que nos salva y nos
cura, que nos impulsa a dar lo mejor de nosotros mismos. Y vivir con confianza, confianza en que pase
lo que pase, traiga la vida lo que traiga, El está con nosotros porque somos
sus hijos.
Que
salgamos de la misa con ilusión renovada por vivir, por vivir cada día con toda
la ilusión del que sabe que está realizando el mejor proyecto: ser santo.
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