Hemos iniciado ya la Semana Santa. Y lo
hemos hecho recordando dos hechos: en primer lugar, la entrada de Jesús en
Jerusalén en olor de multitudes; en segundo lugar su pasión y muerte en la cruz.
Hemos escuchado muchas veces estos pasajes del
evangelio. Nos son muy familiares los
hechos que desencadenan la tragedia de Jesús.
Las intrigas de los fariseos y sacerdotes, el juicio lleno de calumnias
y mentiras, la negación de Pedro y el miedo de los discípulos, el horror de la
tortura, la angustia y sufrimiento de Jesús.
Cuando contemplamos todo lo que sucedió, no deja de sorprendernos el
cómo se pudo dar en tan pocos días tal
cúmulo de desatinos y de injusticias, nos preguntamos ¿cómo es posible que nadie saliese en defensa
de Jesús?, ¿dónde estaba aquella
multitud que le vitoreaba a la entrada de Jerusalén? Esa misma multitud era la que pocos días
después pedía a gritos su crucifixión.
¿Cómo pudieron olvidar tan pronto todo el bien que Jesús había
hecho?. Sabemos que la masa fue manejada
pero aún así, nos cuesta comprenderlo.
Y
sin embargo, lo terrible de la tragedia de Jesús, es que es de máxima
actualidad. Todo lo que sucedió allí
está sucediendo hoy y sucederá a lo largo de los siglos. Aquellos protagonistas somos hoy nosotros, como
si aquella tragedia se representase una y otra vez como una maldición. También hoy como aquella multitud, somos
capaces de vitorear a Jesús, pero sólo cuando nos conviene: cuando nos vemos en
una enfermedad o ante un grave problema, entonces buscamos el milagro
fácil; cuando nos interesa aparentar o
quedar bien, no dudamos en pedir los sacramentos, con la excusa de que mi niño
no sea menos que los demás, o que mi boda sea lo más bonita posible. Pero de la misma manera y con la misma
facilidad, pasamos a denigrar a Jesús, le rechazamos cuando nos damos cuenta
que lo que El quiere es servicio y no poder, coherencia y no apariencia, solidaridad
y no egoísmo, lo ridiculizamos en la Iglesia, en sus representantes, en los fieles... Los fariseos somos
también nosotros cuando bajo la excusa de defender la ley, humillamos y despreciamos a los demás. La negación de Pedro se repite una y otra
vez en cada uno de nosotros. Negación a complicarnos la vida. Y el miedo de
los discípulos está siempre en nosotros tentándonos a no comprometernos, a
dejarlo estar, a huir. Mientras tanto,
Jesús y todos los crucificados de este mundo, siguen pidiendo justicia, un poco
de compasión. La Cruz nos recuerda
siempre que este mundo nuestro continúa empeñado en rechazar a Dios. Pero la Cruz también nos recuerda cómo es
Dios. Y el Dios que muere en la Cruz es el Dios que nos ama tanto que se deja
echar de este mundo sin levantar una mano contra sus hijos, abriéndola para
darnos la vida. El Dios
de Jesús abre los brazos en la Cruz para siempre, acogiéndonos en un abrazo
eterno, reconciliándonos con Dios, reconciliándonos con nosotros mismos. Dios pasa por este mundo cargando sobre sus espaldas
todo el horror que somos capaces de fabricar los seres humanos. Y contra toda lógica, El sigue con nosotros,
apostando por nosotros. Por eso desde entonces
nada es igual. Jesús ha dejado en este
mundo una esperanza inagotable para todos los pobres y desheredados de este
mundo, Jesús ha abierto el camino de la
verdadera humanidad, en Jesús
reconocemos para siempre lo mejor de nosotros mismos. Lo que significa ser verdaderos seres
humanos.
Por
eso iniciamos hoy la
Semana Santa, con el corazón lleno de agradecimiento por
Jesucristo, puesta la mirada en la gran fiesta pascual, en el triunfo del
hombre, en la celebración de la misericordia y fidelidad eternas de Dios. El relato de la Pasión acababa con el
testimonio de un centurión, un pagano, un testimonio proveniente del que menos
cabía esperarlo: “Verdaderamente este
era Hijo de Dios”. Todo el evangelio de
San Marcos nos invita a unirnos a este testimonio. Este sí es el verdadero
personaje con el que tenemos que identificarnos. Después de haber colaborado en dar muerte al
Señor, desde nuestra miseria y pecado, todavía podemos reconocerle a El como el
verdadero Hijo de Dios. Y desde este reconocimiento, volver nuestro corazón
hacia todos los crucificados de la tierra para evitar que se levanten nunca más
cruces.