sábado, 28 de marzo de 2015

Domingo de Ramos: El Dios al que echamos fuera



           Hemos iniciado ya la Semana Santa. Y lo hemos hecho recordando dos hechos: en primer lugar, la entrada de Jesús en Jerusalén en olor de multitudes; en segundo lugar su pasión y muerte en la cruz.  Hemos escuchado muchas veces estos pasajes del evangelio.  Nos son muy familiares los hechos que desencadenan la tragedia de Jesús.   Las intrigas de los fariseos y sacerdotes, el juicio lleno de calumnias y mentiras, la negación de Pedro y el miedo de los discípulos, el horror de la tortura, la angustia y sufrimiento de Jesús.  Cuando contemplamos todo lo que sucedió, no deja de sorprendernos el cómo se pudo dar en  tan pocos días tal cúmulo de desatinos y de injusticias, nos preguntamos  ¿cómo es posible que nadie saliese en defensa de Jesús?,  ¿dónde estaba aquella multitud que le vitoreaba a la entrada de Jerusalén?  Esa misma multitud era la que pocos días después pedía a gritos su crucifixión.  ¿Cómo pudieron olvidar tan pronto todo el bien que Jesús había hecho?.  Sabemos que la masa fue manejada pero aún así, nos cuesta comprenderlo. 

          Y sin embargo, lo terrible de la tragedia de Jesús, es que es de máxima actualidad.  Todo lo que sucedió allí está sucediendo hoy y sucederá a lo largo de los siglos. Aquellos protagonistas somos hoy nosotros, como si aquella tragedia se representase una y otra vez como una maldición.   También hoy como aquella multitud, somos capaces de vitorear a Jesús, pero sólo cuando nos conviene: cuando nos vemos en una enfermedad o ante un grave problema, entonces buscamos el milagro fácil;  cuando nos interesa aparentar o quedar bien, no dudamos en pedir los sacramentos, con la excusa de que mi niño no sea menos que los demás, o que mi boda sea lo más bonita posible.  Pero de la misma manera y con la misma facilidad, pasamos a denigrar a Jesús, le rechazamos cuando nos damos cuenta que lo que El quiere es servicio y no poder, coherencia y no apariencia, solidaridad y no egoísmo, lo ridiculizamos en la Iglesia, en sus representantes, en los fieles...   Los fariseos somos también nosotros cuando bajo la excusa de defender la ley,  humillamos y despreciamos a los demás.   La negación de Pedro se repite una y otra vez en cada uno de nosotros. Negación a complicarnos la vida.  Y el miedo de los discípulos está siempre en nosotros tentándonos a no comprometernos, a dejarlo estar, a huir.  Mientras tanto, Jesús y todos los crucificados de este mundo, siguen pidiendo justicia, un poco de compasión.  La Cruz nos recuerda siempre que este mundo nuestro continúa empeñado en rechazar a Dios.  Pero la Cruz también nos recuerda cómo es Dios. Y el Dios que muere en la Cruz es el Dios que nos ama tanto que se deja echar de este mundo sin levantar una mano contra sus hijos, abriéndola para darnos la vida. El Dios de Jesús abre los brazos en la Cruz para siempre, acogiéndonos en un abrazo eterno, reconciliándonos con Dios, reconciliándonos con nosotros mismos.  Dios pasa por este mundo cargando sobre sus espaldas todo el horror que somos capaces de fabricar los seres humanos.  Y contra toda lógica, El sigue con nosotros, apostando por nosotros.  Por eso desde entonces nada es igual.  Jesús ha dejado en este mundo una esperanza inagotable para todos los pobres y desheredados de este mundo,  Jesús ha abierto el camino de la verdadera humanidad,  en Jesús reconocemos para siempre lo mejor de nosotros mismos.  Lo que significa ser verdaderos seres humanos.

          Por eso iniciamos hoy la Semana Santa, con el corazón lleno de agradecimiento por Jesucristo, puesta la mirada en la gran fiesta pascual, en el triunfo del hombre, en la celebración de la misericordia y fidelidad eternas de Dios.  El relato de la Pasión acababa con el testimonio de un centurión, un pagano, un testimonio proveniente del que menos cabía esperarlo:  “Verdaderamente este era Hijo de Dios”.  Todo el evangelio de San Marcos nos invita a unirnos a este testimonio. Este sí es el verdadero personaje con el que tenemos que identificarnos.  Después de haber colaborado en dar muerte al Señor, desde nuestra miseria y pecado, todavía podemos reconocerle a El como el verdadero Hijo de Dios. Y desde este reconocimiento, volver nuestro corazón hacia todos los crucificados de la tierra para evitar que se levanten nunca más cruces.

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