El evangelio nos muestra una conversación
de Jesús con Nicodemo. Nicodemo era un
judío rico que estaba interesado realmente por conseguir la felicidad y la vida
eterna. Jesús recuerda a Nicodemo un
pasaje del Exodo de los israelitas,
cuando peregrinaban por el desierto en busca de la Tierra Prometida. Habían abandonado a Dios y
fueron atacados por serpientes venenosas. Moisés, por indicación divina levantó
una cruz en la que hizo colgar una serpiente de bronce de tal manera que todo
el que la miraba quedaba curado de su mordedura. Jesús hace comprender a Nicodemo que hoy
también va a ser levantada una cruz de la que va a colgar el Hijo del Hombre
para que todo el que crea en El, se salve.
Nosotros,
después de casi dos mil años seguimos proclamando que la salvación está en
Jesucristo muerto en una cruz y resucitado. Pero
esta proclamación la hacemos en la Iglesia casi a escondidas, muchas veces sin
saber lo que significa, y desde luego en cuanto salimos de este recinto
acogedor nuestro comportamiento deja mucho que desear con respecto a esa verdad
fundamental de nuestra fe. Por eso
necesitamos urgentemente recuperar el sentido del porqué los cristianos, aún en
medio de esta sociedad hedonista, somos capaces de proclamar sin vergüenza que
la salvación está en aceptar las actitudes de Aquel que murió asesinado en una
Cruz.
Y
para ello tenemos antes que caer en la cuenta de cuáles son las picaduras de
serpientes que hoy sufrimos, cuál es el veneno que hoy circula por todo el
tejido social, envenenando nuestras relaciones familiares, vecinales y sociales. El veneno se llama hoy insolidaridad e
intolerancia. Millones de personas
mueren abandonadas en su miseria, millones de personas mueren y sufren la
intolerancia por cuestiones políticas, de sexo, raza o religión. Y todo eso recrudecido cada día más por la
insensibilidad que todos mostramos hacia todos esos problemas. Aquella frase
del poeta que decía: “las rosas con toda su fragancia y las puestas de sol con
toda su belleza me huelen a podrido...” es de más actualidad que nunca. Porque ¿quién puede ser feliz en este mundo
mientras millones de seres humanos mueren injustamente?.
En
medio de este panorama del que no podemos huir, se nos ofrece una salida. Una salida auténticamente humana, en las
antípodas de esas huidas que las drogas,
el dinero, el consumismo, la moda, la imagen, etc, nos vende la sociedad de consumo bajo
envoltorios fascinantes. Una salvación a
la altura de nuestra dignidad humana.
Jesús colgado del madero de la cruz, da sentido al esfuerzo del ser humano por combatir la
injusticia y la violencia causadas por el hombre. “Mirad el árbol de la cruz donde estuvo
clavada la salvación del mundo”, proclamaremos en la tarde del Viernes
Santo. Lo cual significa que la
salvación del hombre consiste en adoptar las actitudes de perdón y misericordia
que Jesús mostró en su vida y especialmente en la cruz.
Ese es el verdadero rostro de Dios y ese es el rostro
que nosotros tenemos que mostrar al mundo y proclamarlo sin vergüenza: perdón hacia todas las ofensas y misericordia
con todos los desvalidos del mundo. El
perdón que rompe con el círculo infernal de la violencia que engendra
violencia, y la misericordia que crea las condiciones para que surja la
justicia y la paz. En definitiva se trata de
dar vida, dar de lo nuestro, darnos a nosotros mismos. Esta es la única salida,
esta es de hecho la única salida que no termina en la muerte sino en la vida
eterna. Y con razón decía Jesús a
Nicodemo que el que no acepta este camino ya se ha condenado a sí mismo. No es
Dios quien condena, sino el ser humano el que elige su salvación o su
perdición. Es el ser humano el que
elige vivir para la vida o para la muerte.
Tenemos
que recordar una vez más como comenzó toda esta historia. Un Dios misericordioso que se apiadó de
nuestro extravío y decidió hacerse uno como nosotros para mostrarnos el camino
de la
salvación. Jesús
encarnó esa misericordia de Dios hasta la saciedad. Nosotros, los que nos
llamamos cristianos, estamos invitados a ser en este mundo de hoy los
continuadores de esa misericordia divina hecha de gestos de perdón y de
solidaridad cotidianos en favor de todos los hombres y mujeres y que terminará
también en la gran fiesta de la misericordia cuando todos lo seamos todo en
Dios.
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