sábado, 14 de marzo de 2015

Conversaciones sobre el amor de Dios



         El evangelio nos muestra una conversación de Jesús con Nicodemo.  Nicodemo era un judío rico que estaba interesado realmente por conseguir la felicidad y la vida eterna.  Jesús recuerda a Nicodemo un pasaje del Exodo de los israelitas,  cuando peregrinaban por el desierto en busca de la Tierra Prometida.  Habían abandonado a Dios y fueron atacados por serpientes venenosas. Moisés, por indicación divina levantó una cruz en la que hizo colgar una serpiente de bronce de tal manera que todo el que la miraba quedaba curado de su mordedura.   Jesús hace comprender a Nicodemo que hoy también va a ser levantada una cruz de la que va a colgar el Hijo del Hombre para que todo el que crea en El, se salve. 

          Nosotros, después de casi dos mil años seguimos proclamando que la salvación está en Jesucristo muerto en una cruz y resucitado.    Pero esta proclamación la hacemos en la Iglesia casi a escondidas, muchas veces sin saber lo que significa, y desde luego en cuanto salimos de este recinto acogedor nuestro comportamiento deja mucho que desear con respecto a esa verdad fundamental de nuestra fe.  Por eso necesitamos urgentemente recuperar el sentido del porqué los cristianos, aún en medio de esta sociedad hedonista, somos capaces de proclamar sin vergüenza que la salvación está en aceptar las actitudes de Aquel que murió asesinado en una Cruz.

          Y para ello tenemos antes que caer en la cuenta de cuáles son las picaduras de serpientes que hoy sufrimos, cuál es el veneno que hoy circula por todo el tejido social, envenenando nuestras relaciones familiares, vecinales y sociales.  El veneno se llama hoy insolidaridad e intolerancia.   Millones de personas mueren abandonadas en su miseria, millones de personas mueren y sufren la intolerancia por cuestiones políticas, de sexo, raza o religión.  Y todo eso recrudecido cada día más por la insensibilidad que todos mostramos hacia todos esos problemas. Aquella frase del poeta que decía: “las rosas con toda su fragancia y las puestas de sol con toda su belleza me huelen a podrido...” es de más actualidad que nunca.   Porque ¿quién puede ser feliz en este mundo mientras millones de seres humanos mueren injustamente?.

          En medio de este panorama del que no podemos huir, se nos ofrece una salida.  Una salida auténticamente humana, en las antípodas de esas huidas que  las drogas, el dinero, el consumismo, la moda, la imagen, etc,  nos vende la sociedad de consumo bajo envoltorios fascinantes.  Una salvación a la altura de nuestra dignidad humana.  Jesús colgado del madero de la cruz, da sentido  al esfuerzo del ser humano por combatir la injusticia y la violencia causadas por el hombre.  “Mirad el árbol de la cruz donde estuvo clavada la salvación del mundo”, proclamaremos en la tarde del Viernes Santo.   Lo cual significa que la salvación del hombre consiste en adoptar las actitudes de perdón y misericordia que Jesús mostró en su vida y especialmente en la cruz.   Ese es el verdadero rostro de Dios y ese es el rostro que nosotros tenemos que mostrar al mundo y proclamarlo sin vergüenza:  perdón hacia todas las ofensas y misericordia con todos los desvalidos del mundo.  El perdón que rompe con el círculo infernal de la violencia que engendra violencia, y la misericordia que crea las condiciones para que surja la justicia y la paz.  En definitiva se trata de dar vida, dar de lo nuestro, darnos a nosotros mismos. Esta es la única salida, esta es de hecho la única salida que no termina en la muerte sino en la vida eterna.  Y con razón decía Jesús a Nicodemo que el que no acepta este camino ya se ha condenado a sí mismo. No es Dios quien condena, sino el ser humano el que elige su salvación o su perdición.   Es el ser humano el que elige vivir para la vida o para la muerte.  

          Tenemos que recordar una vez más como comenzó toda esta historia.  Un Dios misericordioso que se apiadó de nuestro extravío y decidió hacerse uno como nosotros para mostrarnos el camino de la salvación.  Jesús encarnó esa misericordia de Dios hasta la saciedad.  Nosotros, los que nos llamamos cristianos, estamos invitados a ser en este mundo de hoy los continuadores de esa misericordia divina hecha de gestos de perdón y de solidaridad cotidianos en favor de todos los hombres y mujeres y que terminará también en la gran fiesta de la misericordia cuando todos lo seamos todo en Dios.     

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