sacerdote navarro en medio rural, deseoso de compartir la fe, experiencias y vida
sábado, 25 de abril de 2015
domingo, 19 de abril de 2015
La presencia del Resucitado
Los relatos de las apariciones intentan
llevarnos desde la incredulidad a la fe, desde la decepción a la esperanza, y
desde el temor y la cobardía a la alegría y valentía del testigo. Este es el
camino que tuvieron que hacer los discípulos, y con ellos, nosotros también
podemos empezar a dar los pasos para poder reconocer que el Crucificado ha
Resucitado.
Hay algo que sorprende en todos los
relatos de las apariciones, y es que los discípulos no reconocen a Jesús
inmediatamente, parece como que su realidad de resucitado no se deja revelar de
inmediato, es poco a poco, a través de sus palabras, de sus heridas, de
sus gestos, que le irán reconociendo y
cambiando su ánimo del temor a la sorpresa, y de la sorpresa a la alegría. Esto nos da
una idea de que la presencia del Resucitado no sólo sucede a nivel de la
corporeidad que se ve y se toca, sino también y sobre todo a través de la
memoria y la comprensión de que lo prometido por Dios desde antiguo, se ha
hecho realidad en el Señor Jesús. Es lo que el evangelio nos dice cuando cita:
“entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras”. Por eso,
los encuentros del Señor se dan en ámbitos que los discípulos pueden reconocer
como pertenecientes al Jesús que conocieron: la enseñanza de las Escrituras, el
compartir la mesa y la comida… son gestos esenciales que permitirán a los
discípulos creer.
Estos
gestos los podemos encontrar en la Eucaristía, donde el recuerdo del Señor
Jesús, se actualiza y se hace presencia real en medio de nosotros. A través de
la proclamación de la Palabra de Dios y la consagración del pan y el vino, el Resucitado
nos abre el entendimiento para comprender y aceptar el triunfo de Jesús sobre
el pecado y la
muerte. Y hecho esto,
podamos ser sus testigos en medio del mundo.
sábado, 11 de abril de 2015
Resucita el Crucificado
Desde el fondo de los siglos, desde
aquellos lejanos días de la Pascua del Señor, nos llegan las últimas palabras
de Cristo resucitado, y con ellas su última bendición para todos nosotros:
“Dichosos vosotros que creéis sin haber visto”.
Es la última y definitiva bienaventuranza. Como aquellas bienaventuranzas que proclamó
en la montaña, ésta última nos invita a descubrir y a experimentar una nueva
forma de ser y de vivir en este mundo.
Allí se nos invitaba a abrazar la pobreza y la humildad frente a las
ansias de poder y riqueza que nos esclavizan y crean injusticia, allí se nos
invitaba a luchar por la paz en contra de toda violencia, y hoy se nos invita
por último a creer frente a la incredulidad, el miedo y la desesperanza. Detrás de todas estas
invitaciones de Dios en el fondo hay una sóla, invitación a confiar en El. Una confianza que tiene que comenzar por
dejar que nuestro corazón se abra a algo más que nosotros mismos, a algo más
allá de nuestro horizonte existencial.
Pero ¿qué hay detrás de la fe en la resurrección? ¿porqué nos llama dichosos Jesús a los que
creemos en ella? ¿qué consecuencias
tiene para nosotros creer en la resurrección?
De entrada tenemos que dejar la pretensión de imaginarnos lo que es la
resurrección, o de cómo pudo ser posible.
Ya San Pablo tuvo que salir al paso de estas preguntas que también se
hacían los primeros cristianos diciéndoles que se trata de algo “que ni el ojo
vio, ni el oído oyó, ni el corazón del hombre puede imaginar lo que Dios ha
preparado para los que le aman”. Estamos
pues ante un Misterio más allá de las posibilidades de entendimiento del ser
humano. Pero sí entra dentro de nuestras
posibilidades descubrir lo que la resurrección produce y las consecuencias que
conlleva. En primer lugar, la resurrección de Jesús significa que la muerte ya
no tiene dominio sobre El. Jesús ha
traspasado el umbral de la muerte a una nueva vida en la que la muerte ya no
está en el horizonte de la
existencia. Pero
también es verdad que muchas personas creen que tiene que haber otra vida,
también los judíos que mataron a Jesús, los sacerdotes, los fariseos y hasta
los romanos creían en la otra vida. Lo
que tiene de verdadera originalidad la resurrección de Jesús es que
precisamente resucita aquél que es asesinado por el poder, la violencia, la
riqueza y una forma especial de considerar la religión. Quien resucita es el que
eligió ser pobre entre los pobres, el que resucita es el que eligió ser
pacífico frente a los violentos, el que ayudó y sanó, el que dijo siempre la
verdad, el que compartió y se solidarizó con los pecadores. Por eso cuando nosotros proclamamos la
resurrección de Jesús no estamos proclamando solamente que hay una vida después
de la muerte, sino que a esa vida se accede, se entra practicando las
bienaventuranzas, tal como las enseñó y practicó Jesús. Y esto realmente sí que tiene incidencia para
nuestra vida.
En
una palabra, de lo que nos habla la resurrección de Jesús es de cómo es
Dios. Y este Dios es el que se muestra
como Dios de vivos y no de muertos. Un Dios que no se deja manipular por el
hombre, que está más allá de todas nuestras expectativas, el Dios creador, el
Dios de la vida, el Dios que no nos abandona nunca, el Dios Padre que nos ama
aquí, en la muerte, y después de la muerte.
Y
es a este Dios al que hoy se nos pide que demos nuestra confianza, es a este
Dios al que hoy se nos pide que abramos nuestro corazón, que empecemos por
conocerle más, por apreciarle más. Y es
aquí en la comunidad de sus seguidores, en esta comunidad real de sus
discípulos, con sus luces y sus sombras, con sus buenas y malas obras, donde se
nos invita a descubrirle y a seguirle.
Juntos, soportándonos unos a otros, con un mismo pensamiento y
sentimiento de agradecimiento, con un mismo afán por compartir nuestros bienes
y solidarizarnos con los que no tienen
nada.
Dichosos
nosotros si dejamos a Dios ser Dios, dichosos nosotros si abrimos nuestro
corazón, dichosos nosotros si confiamos en Dios y en todos los que nos han
testimoniado su fe en El a lo largo de los siglos. Que la alegría y la paz del Señor resucitado
nos colme ahora y siempre.
viernes, 10 de abril de 2015
jueves, 9 de abril de 2015
miércoles, 8 de abril de 2015
martes, 7 de abril de 2015
lunes, 6 de abril de 2015
viernes, 3 de abril de 2015
Estaba la madre...
“Lo vimos sin aspecto atrayente,
despreciado y desestimado. El soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros
dolores; herido y humillado, traspasado por nuestras rebeliones, triturado por
nuestros crímenes”. Así nos describía
el profeta Isaías la figura del Mesías, un Mesías que toma el rostro del Siervo
sufriente. A pesar de que conocemos muy
bien la Pasión del Señor, a pesar de que hemos la hemos visto mil veces
representada en el arte y en el cine, nos cuesta comprender todo el dolor y
sufrimiento que se abatieron sobre El.
Más aún que el sufrimiento físico de la tortura a la que fue sometido,
Jesús sufrió el dolor psicológico y espiritual del fracaso y del abandono. La Misión por la que había vivido estaba
fracasada, sus amigos le habían negado y abandonado, el pueblo al que había dirigido su mensaje
estaba burlándose de El, y la injusticia de su condena por parte de los
sacerdotes, el desprecio de los romanos... hasta Dios parece que le ha dado la espalda. Y en medio de este vacío
infinito, Jesús “humillándose voluntariamente no abría la boca, como un cordero
llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la
boca”. Es como si Jesús quisiese apurar
hasta el fondo todo el horror y la miseria humana. Su solidaridad con el hombre le lleva a
cargar sobre sí las situaciones más espantosas por las que podemos pasar.
Colgado de una cruz, como un malhechor, entre el cielo y la tierra, abandonado
de Dios y de los hombres, parece que para El no hay lugar ni en el cielo ni en
la tierra.
“Y
mirarán al que atravesaron”. A lo largo
de los siglos los hombres y mujeres de este mundo seguimos mirando aquella
cruz; para unos sigue siendo necedad, para otros un interrogante, para nosotros
los cristianos el signo de nuestra salvación.
En aquella cruz colgó y sigue colgando lo mejor de nosotros mismos: la
bondad, la inocencia, la honradez, la coherencia, la generosidad... todo
aquello por lo que somos realmente humanos.
Pero
la Cruz sigue levantada en nuestro mundo porque Cristo continúa agonizando en
los millones de hermanos nuestros que agonizan por falta de alimentos y
medicinas. Su rostro desfigurado y
humillado sigue presente en los rostros de las víctimas del terrorismo y la
intolerancia, en los rostros de las mujeres sometidas a vejaciones, en los
rostros de los emigrantes africanos que andan perdidos por nuestras calles y
plazas, en los rostros de millones de niños del tercer mundo sometidos a
trabajos indignos.
“Mirarán
al que atravesaron”. En esta tarde de Viernes Santo nosotros levantamos la
mirada a la cruz, superando nuestra repulsión, intentando descubrir en ella el
amor infinito de Dios, pidiendo al Señor la gracia de asociarnos a El también
en el sufrimiento y en el dolor, porque sabemos que la Gloria del hombre aunque
pasa por el dolor y la muerte no termina ahí.
Pero en esta mirada a la cruz no estamos solos. Hay un himno latino que empieza así “Stabat
Mater...” “La Madre estaba de pie junto a la cruz”. Ahí está también ella, la madre, nuestra
madre, ella acaba de recibir la misión de ser madre de toda la humanidad, ella
que todo lo soportó, que todo lo aguantó, alimentándose solo de la fe y de la
confianza en Dios. Con ella no nos da
miedo mirar a la cruz, con ella no, con ella podemos ir a cualquier sitio,
detrás del Hijo. Que ella nos ayude a
mirar las cruces de este mundo con compasión, que ella nos ayude a reconocer en
los rostros desfigurados y humillados de todos nuestros hermanos y hermanas el
rostro desfigurado y humillado de su Hijo, que ella nos ayude a trabajar para
que jamás ninguna madre tenga que mirar a su hijo crucificado.
jueves, 2 de abril de 2015
Jueves Santo
Estamos recordando y celebrando la última Cena del Señor
con sus discípulos. San Juan, antes de
contarnos lo que allí ocurrió nos dice que Jesús habiendo amado a los suyos los
amó hasta el extremo. El amor va a ser
el marco en que discurra todo lo que nuestros ojos van a ver desde esta noche a
la noche de la vigilia pascual: El amor
de un hombre por sus amigos y las consecuencias que mantener ese amor le acarrearon.
El amor de Dios por todos los seres humanos manifestado en su Hijo. Es importante que tengamos en cuenta esto si
queremos comprender todos los
acontecimientos que vamos a celebrar.
La última Cena del Señor
se desarrolla en la fiesta de la Pascua,
fiesta en la que los judíos recordaban que Dios les había liberado de la
esclavitud de los egipcios. Aquí esta ya
la primera clave para comprender de qué amor estamos hablando. Contra esa tentación que todos tenemos de
hacernos la imagen falsa de un Dios bonachón, inoperante, tapa-agujeros, el
Dios de la Alianza se nos rebela como un Dios empeñado en liberar al hombre de
la esclavitud, poniéndose del lado de los explotados y oprimidos. Dios ama eficazmente, denunciando nuestras
injusticias y opresiones, animándonos a cambiar nuestras relaciones de dominio
y apariencia, ayudándonos a descubrir la fraternidad. Y recordando este hecho
fundamental para los judíos, Jesús va a dar un paso más, Jesús va a ser el
canal por el que el amor liberador de Dios se desborda hasta el extremo. Contra la tentación que todos tenemos de amar
sólo a los que nos caen bien, de amar sólo a los que nos corresponden, Jesús nos enseña el verdadero significado de la palabra Amor. Y lo hace con un gesto
sencillo: poniéndose a los pies de sus amigos para lavarles los pies. Era este un servicio que realizaban los
esclavos y que repugna a Pedro. Precisamente,
Pedro, los discípulos y todos nosotros, tenemos que comprender y aceptar, pese
a nuestra repulsión, la verdadera revolución del amor cristiano: amor como
servicio, sin esperar nada a cambio, amor que se humilla, poniéndose a los pies
de todos. Con Jesús, Dios mismo se ha
puesto a nuestros pies para que comprendamos que no hay más Gloria que
esa. Ya no hace falta aparentar, ni ser
más que los demás, ni competir, ni explotar a nadie, porque el verdadero camino
de la humanidad que va al encuentro de Dios es el de la fraternidad, un pueblo
de hombres y mujeres que se ponen a servirse mutuamente por amor.
Con
razón se ha llamado a este día el día del Amor fraterno. Y siendo así es necesario que todos nosotros
después de ver y oír a Jesús, salgamos de esta celebración con el ánimo
renovado de trabajar y luchar por conseguir unas relaciones más fraternas. Empezando por derrumbar las barreras que
hemos construido en nuestra familia, con nuestros hermanos, con nuestros
vecinos, con nuestros compañeros de trabajo.
A veces bastará con una mirada, un gesto, una mano que se abre. Otras tendremos que buscar el diálogo, quizás
pedir perdón, quizás tendremos que devolver lo que no es nuestro. Todo merece la pena para conseguir la reconciliación. Es
cuestión de dejar nuestro orgullo y dar paso a ese amor misericordioso de Dios
que se está abriendo ya en nuestro corazón.
Hoy
Jesús nos dice a nosotros como lo dijo a sus discípulos: “¿Comprendéis lo que
he hecho con vosotros? pues hacedlo vosotros también”. ¿Seremos capaces de comprender y aceptar
amar como Dios ama?
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