“Lo vimos sin aspecto atrayente,
despreciado y desestimado. El soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros
dolores; herido y humillado, traspasado por nuestras rebeliones, triturado por
nuestros crímenes”. Así nos describía
el profeta Isaías la figura del Mesías, un Mesías que toma el rostro del Siervo
sufriente. A pesar de que conocemos muy
bien la Pasión del Señor, a pesar de que hemos la hemos visto mil veces
representada en el arte y en el cine, nos cuesta comprender todo el dolor y
sufrimiento que se abatieron sobre El.
Más aún que el sufrimiento físico de la tortura a la que fue sometido,
Jesús sufrió el dolor psicológico y espiritual del fracaso y del abandono. La Misión por la que había vivido estaba
fracasada, sus amigos le habían negado y abandonado, el pueblo al que había dirigido su mensaje
estaba burlándose de El, y la injusticia de su condena por parte de los
sacerdotes, el desprecio de los romanos... hasta Dios parece que le ha dado la espalda. Y en medio de este vacío
infinito, Jesús “humillándose voluntariamente no abría la boca, como un cordero
llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la
boca”. Es como si Jesús quisiese apurar
hasta el fondo todo el horror y la miseria humana. Su solidaridad con el hombre le lleva a
cargar sobre sí las situaciones más espantosas por las que podemos pasar.
Colgado de una cruz, como un malhechor, entre el cielo y la tierra, abandonado
de Dios y de los hombres, parece que para El no hay lugar ni en el cielo ni en
la tierra.
“Y
mirarán al que atravesaron”. A lo largo
de los siglos los hombres y mujeres de este mundo seguimos mirando aquella
cruz; para unos sigue siendo necedad, para otros un interrogante, para nosotros
los cristianos el signo de nuestra salvación.
En aquella cruz colgó y sigue colgando lo mejor de nosotros mismos: la
bondad, la inocencia, la honradez, la coherencia, la generosidad... todo
aquello por lo que somos realmente humanos.
Pero
la Cruz sigue levantada en nuestro mundo porque Cristo continúa agonizando en
los millones de hermanos nuestros que agonizan por falta de alimentos y
medicinas. Su rostro desfigurado y
humillado sigue presente en los rostros de las víctimas del terrorismo y la
intolerancia, en los rostros de las mujeres sometidas a vejaciones, en los
rostros de los emigrantes africanos que andan perdidos por nuestras calles y
plazas, en los rostros de millones de niños del tercer mundo sometidos a
trabajos indignos.
“Mirarán
al que atravesaron”. En esta tarde de Viernes Santo nosotros levantamos la
mirada a la cruz, superando nuestra repulsión, intentando descubrir en ella el
amor infinito de Dios, pidiendo al Señor la gracia de asociarnos a El también
en el sufrimiento y en el dolor, porque sabemos que la Gloria del hombre aunque
pasa por el dolor y la muerte no termina ahí.
Pero en esta mirada a la cruz no estamos solos. Hay un himno latino que empieza así “Stabat
Mater...” “La Madre estaba de pie junto a la cruz”. Ahí está también ella, la madre, nuestra
madre, ella acaba de recibir la misión de ser madre de toda la humanidad, ella
que todo lo soportó, que todo lo aguantó, alimentándose solo de la fe y de la
confianza en Dios. Con ella no nos da
miedo mirar a la cruz, con ella no, con ella podemos ir a cualquier sitio,
detrás del Hijo. Que ella nos ayude a
mirar las cruces de este mundo con compasión, que ella nos ayude a reconocer en
los rostros desfigurados y humillados de todos nuestros hermanos y hermanas el
rostro desfigurado y humillado de su Hijo, que ella nos ayude a trabajar para
que jamás ninguna madre tenga que mirar a su hijo crucificado.
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