viernes, 3 de abril de 2015

Estaba la madre...



“Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y desestimado. El soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; herido y humillado, traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes”.   Así nos describía el profeta Isaías la figura del Mesías, un Mesías que toma el rostro del Siervo sufriente.  A pesar de que conocemos muy bien la Pasión del Señor, a pesar de que hemos la hemos visto mil veces representada en el arte y en el cine, nos cuesta comprender todo el dolor y sufrimiento que se abatieron sobre El.  Más aún que el sufrimiento físico de la tortura a la que fue sometido, Jesús sufrió el dolor psicológico y espiritual del fracaso y del abandono.  La Misión por la que había vivido estaba fracasada, sus amigos le habían negado y abandonado, el  pueblo al que había dirigido su mensaje estaba burlándose de El, y la injusticia de su condena por parte de los sacerdotes, el desprecio de los romanos... hasta Dios parece que le ha dado la espalda.  Y en medio de este vacío infinito, Jesús “humillándose voluntariamente no abría la boca, como un cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca”.  Es como si Jesús quisiese apurar hasta el fondo todo el horror y la miseria humana.  Su solidaridad con el hombre le lleva a cargar sobre sí las situaciones más espantosas por las que podemos pasar. Colgado de una cruz, como un malhechor, entre el cielo y la tierra, abandonado de Dios y de los hombres, parece que para El no hay lugar ni en el cielo ni en la tierra. 

          “Y mirarán al que atravesaron”.  A lo largo de los siglos los hombres y mujeres de este mundo seguimos mirando aquella cruz; para unos sigue siendo necedad, para otros un interrogante, para nosotros los cristianos el signo de nuestra salvación.  En aquella cruz colgó y sigue colgando lo mejor de nosotros mismos: la bondad, la inocencia, la honradez, la coherencia, la generosidad... todo aquello por lo que somos realmente humanos.  

          Pero la Cruz sigue levantada en nuestro mundo porque Cristo continúa agonizando en los millones de hermanos nuestros que agonizan por falta de alimentos y medicinas.   Su rostro desfigurado y humillado sigue presente en los rostros de las víctimas del terrorismo y la intolerancia, en los rostros de las mujeres sometidas a vejaciones, en los rostros de los emigrantes africanos que andan perdidos por nuestras calles y plazas, en los rostros de millones de niños del tercer mundo sometidos a trabajos indignos. 

          “Mirarán al que atravesaron”. En esta tarde de Viernes Santo nosotros levantamos la mirada a la cruz, superando nuestra repulsión, intentando descubrir en ella el amor infinito de Dios, pidiendo al Señor la gracia de asociarnos a El también en el sufrimiento y en el dolor, porque sabemos que la Gloria del hombre aunque pasa por el dolor y la muerte no termina ahí.   Pero en esta mirada a la cruz no estamos solos.  Hay un himno latino que empieza así “Stabat Mater...” “La Madre estaba de pie junto a la cruz”.  Ahí está también ella, la madre, nuestra madre, ella acaba de recibir la misión de ser madre de toda la humanidad, ella que todo lo soportó, que todo lo aguantó, alimentándose solo de la fe y de la confianza en Dios.  Con ella no nos da miedo mirar a la cruz, con ella no, con ella podemos ir a cualquier sitio, detrás del Hijo.  Que ella nos ayude a mirar las cruces de este mundo con compasión, que ella nos ayude a reconocer en los rostros desfigurados y humillados de todos nuestros hermanos y hermanas el rostro desfigurado y humillado de su Hijo, que ella nos ayude a trabajar para que jamás ninguna madre tenga que mirar a su hijo crucificado.

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