Los relatos de las apariciones intentan
llevarnos desde la incredulidad a la fe, desde la decepción a la esperanza, y
desde el temor y la cobardía a la alegría y valentía del testigo. Este es el
camino que tuvieron que hacer los discípulos, y con ellos, nosotros también
podemos empezar a dar los pasos para poder reconocer que el Crucificado ha
Resucitado.
Hay algo que sorprende en todos los
relatos de las apariciones, y es que los discípulos no reconocen a Jesús
inmediatamente, parece como que su realidad de resucitado no se deja revelar de
inmediato, es poco a poco, a través de sus palabras, de sus heridas, de
sus gestos, que le irán reconociendo y
cambiando su ánimo del temor a la sorpresa, y de la sorpresa a la alegría. Esto nos da
una idea de que la presencia del Resucitado no sólo sucede a nivel de la
corporeidad que se ve y se toca, sino también y sobre todo a través de la
memoria y la comprensión de que lo prometido por Dios desde antiguo, se ha
hecho realidad en el Señor Jesús. Es lo que el evangelio nos dice cuando cita:
“entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras”. Por eso,
los encuentros del Señor se dan en ámbitos que los discípulos pueden reconocer
como pertenecientes al Jesús que conocieron: la enseñanza de las Escrituras, el
compartir la mesa y la comida… son gestos esenciales que permitirán a los
discípulos creer.
Estos
gestos los podemos encontrar en la Eucaristía, donde el recuerdo del Señor
Jesús, se actualiza y se hace presencia real en medio de nosotros. A través de
la proclamación de la Palabra de Dios y la consagración del pan y el vino, el Resucitado
nos abre el entendimiento para comprender y aceptar el triunfo de Jesús sobre
el pecado y la
muerte. Y hecho esto,
podamos ser sus testigos en medio del mundo.
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